Del mismo modo que solo quedamos para tomar un café con aquellas personas con las que tenemos afinidad, en las redes sociales nos rodeamos de quien nos agrada. En el ámbito de las relaciones privadas digitales pensamos que también nos estamos guiando, con libertad, por nuestras preferencias personales, pero lo cierto es que son las propias redes con sus algoritmos las que determinan a quién vemos y con quién interactuamos.
En 2004, el gigante tecnológico que más información tiene sobre la ciudadanía, Google, decidió modificar su código para que la búsqueda que cada usuario hiciera en su plataforma arrojara resultados personalizados.
En Google fueron los pioneros, pero luego le han seguido todas las grandes compañías digitales. Esto tuvo un impacto cultural significativo, como explicó el activista tecnológico Eli Pariser, porque trajo consigo la creación de las filter bubbles (filtros burbuja): nos encapsularon de manera individual (en base a nuestro historial), invisible (sin conocer al resto de miembros afines) e involuntariamente (no se advertía en las búsquedas).
El ejemplo más sencillo es entrar en YouTube y ver cómo aparece una serie de propuestas de contenidos basados en nuestros consumos previos, diferente para cada persona. Pero, yendo un paso más allá, cabe plantearse por qué los anuncios que aparecen cuando navegamos se corresponden con las búsquedas que hemos hecho en tiendas online. Se ignora que, para ello, ha debido haber un trasvase de datos privados. Desde 2016, trascendentes acontecimientos geopolíticos han llevado estos asuntos al debate público.
La elección de Trump y el Brexit, acontecimientos clave
Después de la aprobación del Brexit se supo que la empresa Cambridge Analytica había combinado la minería y análisis de datos de Facebook, sin permiso de los usuarios, para promover corrientes de opinión favorables a la salida de Reino Unido de la Unión Europea. Del mismo modo, en la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos se confirmó la importancia de estas burbujas para inducir climas de opinión favorables durante su campaña.
La red de Zuckerberg implementa un algoritmo para que su feed de noticias se inspire en nuestra experiencia previa y la de nuestros contactos. La plataforma observa a qué otros perfiles se presta más atención –y hacen aumentar nuestra permanencia en su página– y prioriza sus publicaciones en nuestro muro. De esa forma, a partir de elecciones anteriores de cada persona, la aísla y expone solo a los contenidos que, a priori, le podrían interesar.
Estos episodios demostraron que la red social más utilizada del mundo había mercadeado con los datos personales de millones de personas, había alimentado los filtros burbuja y que ello, sin duda, tuvo influencia más allá de la pantalla: en la política mundial. Es decir, que no solo escogía con quién nos tomábamos ese metafórico café digital, aunque pensábamos que estábamos siendo libres de elegir, sino que ello había llegado a ser determinante en acontecimientos históricos.
Estos fenómenos evidenciaron la importancia del debate multidisciplinar y riguroso sobre la conformación de la opinión en los espacios digitales.
Las cámaras de eco en las redes y sus consecuencias sociales
Con los algoritmos se crean los grupos de opinión denominados eco chambers o cámaras de eco. A pesar de no ser un concepto nuevo, ha adquirido un potencial inusitado con las redes sociales. Se trata de espacios delimitados dentro de los que se amplifican los mensajes entre afines y, al mismo tiempo, se aíslan de otras comunidades.
Este fenómeno se alimenta artificialmente desde estas plataformas. Así, por ejemplo, cuando configuramos Twitter nos permite escoger si vemos nuestro timeline –muro– por orden cronológico o si prima aquellos tuits más destacados, los que más interacción generan y la aplicación piensa que más nos interesan. Mayoritariamente, nos decantamos por esta segunda opción.
Es comprensible que, como en la vida real, nos rodeemos en el mundo virtual de quien nos agrada. Hace décadas desde la sociología se explicaba con la teoría de usos y gratificaciones. Twitter elige por nosotros con quién tomamos el café digital, nos rodea de perfiles semejantes y nos oculta que hay gente muy diferente, otros temas de conversación y opiniones, creando una falsa apariencia de libertad y uniformidad que empobrece el debate público.
Exposición selectiva a la información y polarización
Cerrar el foco no es solo empobrecedor a nivel personal, sino que tiene importantes consecuencias en el consumo informativo que cada vez más se realiza a través de las redes. Una vez ubicados dentro de la cámara de eco, Twitter y Facebook determinan cuáles son nuestros medios de comunicación próximos y así recibimos contenidos que retroalimentan nuestra opinión. Se denomina exposición selectiva y es una vieja conocida de las ciencias de la comunicación.
La gente prefiere medios que refuercen su opinión frente a los que les incomodan. Las plataformas, que quieren retener a los usuarios navegando por sus páginas y conocen toda nuestra información personal, saben alimentarnos con la dieta mediática que nos agrada. Facebook crea comunidades de pensamiento similar y, con ello, aumenta la segregación de la sociedad en comunidades de pensamiento parecido sin que se advierta. Esas cámaras de eco tienen una fuerte coherencia ideológica porque se las nutre de contenidos y usuarios afines continuamente y, simultáneamente, la distancia entre los grupos va aumentando.
La estrategia de las redes sociales se ha nutrido y ha contribuido, al mismo tiempo, a la polarización de la sociedad. No hay posibilidad de refutar los mensajes, de oír opiniones contrarias. Se establece un claro nosotros frente a ellos, los dos polos, con retroalimentación positiva para nuestros marcos interpretativos.
En este contexto, cuando una noticia falsa entra en escena tiene grandes posibilidades de ser compartida si sirve para reforzar la opinión del grupo, como pasó en la elección de Trump; se convierte en una munición óptima para el debate entre opuestos porque suele ser muy excesiva y con capacidad para viralizarse.
Así pues, estamos tomando el café que se ha escogido para nosotros, con gente que piensa parecido y sostiene en sus manos el mismo periódico que nos gusta. Todos somos invitados por Twitter sin saberlo, que no paga sino que cobra, e ignoramos que hay otras cafeterías virtuales profundamente diferentes. Ver solo esta realidad puede parecer confortable, pero desconocer la pluralidad social e ideológica contemporánea debilita la convivencia y dificulta el diálogo público.
Laura Teruel . The Conversation
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