Los límites del crecimiento: ecosocialismo o barbarie || Alberto Garzón Los límites del crecimiento: ecosocialismo o barbarie || Alberto Garzón
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Los límites del crecimiento: ecosocialismo o barbarie || Alberto Garzón

Opinión

Resumen: Este año es el cincuenta aniversario de la publicación de The Limits to Growth, un informe que alertó de las graves consecuencias ecológicas que tendría para la sociedad industrial el mantener la trayectoria que la actividad económica seguía a nivel mundial. Sin embargo, y transcurrido medio siglo, la situación no ha hecho sino empeorar en términos de presión e impacto medioambiental, al tiempo que han seguido expandiéndose las ideologías y prácticas que se constituyen alrededor del fetiche del crecimiento económico. La comunidad científica alerta de que el tiempo se agota y de que la única forma de evitar un colapso medioambiental, de consecuencias catastróficas especialmente para los sectores sociales más vulnerables, es reescalar la actividad económica hasta el nivel que sea compatible con los límites del planeta. Algunas instituciones internacionales y distintos gobiernos nacionales están aprobando programas y políticas para lograr esos objetivos, con magros resultados hasta el momento, mientras que crece la alarma ante la posibilidad de una salida reaccionaria y ecofascista a la crisis ecosocial. En este artículo evaluamos el estado de la cuestión, repasamos cómo el modelo de producción y consumo está detrás de los desarreglos ecológicos y por qué la única salida política democrática a la crisis ecosocial es el proyecto ecosocialista.

Introducción

Hace ahora 50 años la profesora y científica Donella Meadows encabezó la publicación del informe The Limits to Growth, el cual tenía como objetivo analizar el impacto físico que las pautas de crecimiento económico tienen sobre el planeta. Para dicha evaluación se utilizó un modelo informático que incorporaba, entre otros, el efecto de la explotación económica sobre los suelos, el agotamiento de los recursos no renovables como los minerales y las distorsiones climáticas resultantes. Se plantearon varios escenarios, el peor de los cuales sugería que si no se actuaba para corregir la trayectoria vigente entonces, la sociedad industrial colapsaría a mitad del siglo XXI.

Aquel informe se convirtió en un punto de referencia internacional y puso encima de la mesa las consecuencias ecológicas de una dinámica de crecimiento que, hasta entonces, se había entendido como positiva. Las críticas al modelo del equipo científico así como a sus conclusiones fueron, sin embargo, feroces entre los economistas (Solow, 1973).

En efecto, el crecimiento económico es habitualmente concebido como algo deseable, ilimitado en el espacio y el tiempo e, incluso, reflejo de un proceso de evolución natural de las sociedades. La propia noción de crecimiento económico está intrínsecamente vinculada a la noción social de progreso, ambas hijas de la Ilustración y víctimas de forzadas y equívocas analogías con las ciencias naturales, particularmente a partir de la teoría darwinista (Nisbet, 1980). En definitiva, tenemos profundamente incrustada y naturalizada la noción de crecimiento económico.

La propia Meadows sostuvo, treinta años después (Meadows et al., 2006), que el crecimiento económico debía entenderse como una herramienta y no como un fin en sí mismo, de manera que había que cuestionar para qué dicho crecimiento, quién se beneficiaría del mismo y si existían fuentes y sumideros en el planeta que lo posibilite. Algo similar a lo que el economista Simon Kuznets había planteado cuando diseñó el PIB como indicador y lo propuso ante el Congreso de los Estados Unidos. Según Kuznets (Gadrey, 2004), no cabía inferir que dicho indicador, que mide el valor monetario de la producción, fuera también expresión del bienestar social. Desde entonces se han multiplicado las voces que alertan de que el PIB no es una buena herramienta para medir el desarrollo humano y el bienestar social (Raworth, K., 2018).

El problema principal que subyace a la economía convencional es que emplea una conceptualización de la economía que ignora de manera deliberada el contexto físico en el que necesariamente se enmarca, así como las leyes más elementales de la física. Así, se trabaja suponiendo que recursos y energías son ilimitados, sin considerar siquiera los residuos de la propia actividad o la limitada capacidad de carga del planeta. Y esto, habida cuenta del carácter hegemónico del pensamiento económico en tanto que es capaz de moldear los marcos de pensamiento social, es sumamente importante, pues inhabilita para encontrar soluciones efectivas a la crisis ecosocial.

Los deficientes modelos económicos

El crecimiento económico puede concebirse como el resultado de una mayor capacidad productiva por parte de una determinada sociedad. Así, de manera simplificada, una sociedad que produce en un año más cantidad de producto que en el año anterior se dice que ha crecido económicamente por una cuantía igual a la diferencia de ambas producciones. Así, de un país que produce 10 unidades de alimentos en un determinado año y que produce 12 unidades de alimentos en el año siguiente, se dice que ha crecido un 20% en unidades de alimentos. Esas dos unidades nuevas de alimentos se consideran el excedente económico. La acumulación sistemática de excedentes económicos se encuentra detrás del desarrollo de las sociedades, en tanto que ha permitido históricamente que las sociedades se hagan más complejas (Cesaratto, 2020).

El capitalismo es un sistema económico que emergió hace aproximadamente cinco siglos y que introduce una serie de incentivos, a través de la competencia, para disciplinar a las empresas y forzarlas a crecer en cada período, así como, además, reinvertir los beneficios a fin de incrementar su capacidad productiva en un nivel mayor, además de asegurar una parte creciente de esos beneficios a quienes ponen el capital. De esa manera, bajo el capitalismo todo el tejido empresarial se ve empujado hacia un crecimiento de sus capacidades productivas. Ese es el motor del cual se deriva, bajo determinadas configuraciones institucionales, el espectacular incremento de la actividad económica, las infraestructuras y, en definitiva, las condiciones de vida de las poblaciones en los últimos doscientos años.

Sin embargo, la realidad histórica del capitalismo ha demostrado que el proceso de crecimiento económico no es ni constante ni está exento de graves convulsiones (las cuales llevan a fenómenos como el desempleo y la ausencia de salarios para grandes sectores de la sociedad). A la tarea de desentrañar las dificultades del crecimiento económico se han dedicado los economistas también desde hace más de doscientos años. No obstante, la mayoría de ellos han utilizado un instrumental teórico totalmente ciego a la cuestión ecológica, esto es, a los prerrequisitos ecológicos del crecimiento económico y a las consecuencias ecológicas del mismo.

Sin embargo, los economistas clásicos, fundadores de la Economía Política como disciplina, sí tuvieron presente parte de lo que podríamos llamar el metabolismo social, esto es, la relación entre la naturaleza y la economía (Haberl et al, 2016; González de Molina, M., 2014). Ya la escuela fisiócrata, antecesora de los anteriores y cuyo exponente principal fue François Quesnay, interpretó en el siglo XVIII la cuestión económica a partir de los flujos agrarios y concluyó que todo excedente es posible gracias a los regalos que nos brinda la naturaleza. David Ricardo, por otro lado, era consciente de la distinta fertilidad de los suelos y elaboró una teoría de los rendimientos decrecientes de la tierra que le condujo a pensar que el capitalismo no podría crecer indefinidamente. El reverendo Thomas Malthus introdujo su ya famosa tesis sobre el crecimiento de la población como limitante del crecimiento económico. Y Karl Marx y Friedrich Engels consideraron que el capitalismo enfrentaría límites en su propio desarrollo debido a la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, si bien todo ello dentro de una filosofía de la historia esencialmente teleológica de acuerdo con la cual todo el sistema avanzaría inevitablemente fase tras fase hasta la culminación en el comunismo (Garzón, 2017). No obstante, el caso de Marx requiere una mención aparte, pues investigaciones de las últimas décadas han puesto de manifiesto que Marx fue también un pensador sumamente interesado por los avances científicos de su tiempo y que él mismo concedió mucha importancia al propio concepto de metabolismo social (Burkett, 2006; Foster, 2020; Saito, 2022).

En el siglo XX, el pensamiento económico, en su aspiración de dotar de cientificidad a la disciplina, se alejó aún más de las condiciones físicas e incluso sociales en las que necesariamente cualquier economía debe operar. El pensamiento neoclásico, como se le conoce tras la reformulación de Walras, Marshall y Jevons, entre otros, impregnó toda la ciencia económica y se produjo una ruptura con la anterior Economía Política, dando lugar a nociones de producción y riqueza completamente desligada de una base natural (Naredo, 2015). Mientras tanto, proseguía la búsqueda de explicaciones teóricas al crecimiento económico y a sus posibles interrupciones con los economistas Harrod y Domar, quienes elaboraron un modelo que concluía que el crecimiento económico era fundamentalmente inestable y que las condiciones para la estabilidad eran muy complicadas de cumplir (Harrod, 1939; Sen, 1970). A aquel modelo, de inspiración keynesiana, le dieron respuesta dos economistas neoclásicos como Robert Solow y Swan, quienes sentaron las bases del paradigma sobre crecimiento económico y cuyos modelos se siguen estudiando de forma preferente en todas las facultades de economía del mundo. Son esos modelos los que, al fin y al cabo, definen en gran medida el perímetro de pensamiento de los economistas.

En todo modelo de crecimiento económico la función agregada de producción constituye su piedra angular. Esta función representa el proceso de producción económico, y en su formulación más básica sólo intervienen el capital y el trabajo, mientras que los recursos y energía se consideran como plenamente disponibles en todo momento. Así, capital y trabajo se consolidan como los únicos recursos productivos que, combinados, generan el excedente de una economía. Este excedente conforma, a su vez, el montante a distribuir entre salarios y beneficios.

De aquí nacen gran parte de las discusiones de políticas públicas acerca de la acumulación y la distribución en las sociedades capitalistas. Cuestiones ético-políticas tan importantes como el nivel de salarios o de beneficios o, más aún, de su participación relativa en la renta, se derivan de la pregunta implícita acerca de cómo afectan esos cambios al crecimiento económico. Cada modelo pertenece a una familia de pensamiento distinta debido a su específica configuración, determinados por diferentes supuestos de partida. En general, los modelos neoclásicos consideran que las restricciones al crecimiento vienen del lado de la oferta, por lo que sugieren que para fomentar la acumulación es necesario incrementar los beneficios, mientras que los modelos poskeynesianos ponen el foco en las restricciones desde el lado de la demanda y suelen sugerir cambios en la distribución de la renta y subidas salariales (o del gasto público) que sostengan la demanda. En estas coordenadas quedan encerradas la gran mayoría de las discusiones de política económica en la actualidad. Sin embargo, el paradigma es siempre compartido, y el debate gira realmente en torno a cómo maximizar el crecimiento económico.

Una sorpresa que suelen llevarse los estudiantes de economía al estudiar estos modelos, especialmente los más básicos, es que aparentemente no hay posibilidad de que exista crecimiento ilimitado. El modelo de Solow, por ejemplo, establece que los factores de producción, capital y trabajo, tienen rendimientos decrecientes, lo que supone que cada unidad adicional aporta cada vez menos cantidad de producto. El modelo, en su dinámica, tiende a un estado estacionario donde no hay crecimiento económico. Sin embargo, cuando a estos modelos básicos se les incorpora el progreso técnico, en cualquier formulación posible, entonces se permite que exista crecimiento económico potencialmente ilimitado. Esto es lo que ocurre con los modelos AK de crecimiento o los de crecimiento endógeno y también todos aquellos que incorporan rendimientos crecientes en la función agregada de producción (Acemoglu, 2009; Romer, 2000). En definitiva, los estudiantes pronto aprenden que el crecimiento económico ilimitado es técnicamente posible gracias a la tecnología y, en el caso de determinados modelos heterodoxos inspirados en Allyn Young, Gunnar Myrdal, Nicholas Kaldor y Anthony Thirlwall, también al papel central que juega el sector industrial (Blecker y Setterfield, 2019).

Con este breve repaso a la relación entre modelos económicos y políticas públicas debe quedar claro sobre todo que los economistas, los de ayer y los de hoy, tienden generalmente a pensar dentro de marcos analíticos y conceptuales que son definidos sobre la base de la búsqueda de maximización del crecimiento económico. Las respuestas que se dan están condicionadas por el uso de un instrumental teórico que, sea explícito o no, viene limitado por sus propias deficiencias. Teniendo presente el papel fundamental que juegan los economistas a la hora de enmarcar el debate público, difundir su propia gramática, influir en las decisiones de las instituciones públicas o, caso de los bancos centrales, directamente a tener el control absoluto de determinados espacios de poder, conviene más que nunca conocer de dónde nacen esas limitaciones.

Y es que lo que todas estas corrientes y escuelas de pensamiento han ignorado en su mayor parte, tanto en sus fundamentos metodológicos como en sus propuestas de políticas públicas, ha sido la conexión entre la actividad productiva per se y los fundamentos naturales en los que se inserta y a los que necesita. Es decir, está completamente ausente una visión del metabolismo social que implica partir de una cosmovisión en la que la economía es un subsistema de la biosfera y no al revés.  Esta ausencia, totalmente ilegítima en nuestro tiempo, tiene que ver con los aspectos físicos del proceso económico: el uso de la energía y de los recursos naturales y las presiones e impactos ecológicos del proceso productivo.

Recursos naturales y energía

El economista Georgescu-Rogen (2007) fue uno de los primeros en advertir las graves carencias de los modos tradicionales de pensar la economía. En particular, puso de relieve la ausencia que tenían los modelos económicos respecto al consumo de energía y materiales. Ambos componentes restringen las posibilidades del crecimiento económico de maneras tales que la economics había ignorado hasta hace muy pocos años[1]. De hecho, el planeta Tierra es un sistema cerrado de materiales, de manera que salvo la muy excepcional llegada de algún meteorito o la tampoco muy significativa salida de algún artefacto humano la masa de materiales es la misma todo el tiempo. En el caso de la energía, el planeta Tierra es un sistema abierto en tanto que recibimos la entrada de flujos energéticos de radiación solar, pero aún así también existen límites al uso de energía por razón de las leyes físicas.

Hoy aceptamos que la mayoría de los productos que utilizamos en nuestro día a día están hechos de la combinación de energía, agua y materiales y también que para el proceso de producción necesitamos igualmente fuentes de energías que permitan extraerlos y procesarlos. También sabemos que estos materiales proceden de los ciclos geoquímicos de la Tierra y que en su mayoría tuvieron su origen hace millones de años debido a la tectónica de placas, la cual no sólo generó sino que también distribuyó geográficamente los recursos a lo largo de todo el planeta, aunque evidentemente no de manera uniforme (Craig et al., 2012). Por esa razón algunas regiones del planeta son ricas en petróleo y gas natural, y otras lo son en otros minerales, todo lo cual ha condicionado claramente el devenir histórico de las sociedades y, claro está, también las guerras por los recursos. E igualmente sabemos que una gran parte de esos recursos son no renovables, es decir, que existen en cantidades fijas y cuya regeneración natural se produce en una escala de tiempo inaccesible para el ser humano. Por otro lado, los recursos que sí se renuevan mediante ciclos están también limitados por sus propios ritmos de regeneración.

Además, todo proceso humano conlleva una serie de consumos energéticos que se rigen por las leyes físicas, particularmente las leyes de la termodinámica. El segundo principio de la termodinámica establece que la calidad de la energía útil para el ser humano va reduciéndose y que al realizarse conversiones energéticas (por ejemplo, desde la energía procedente de la radiación solar a la fotosíntesis o a la generación de electricidad a través de placas fotovoltaicas) no es posible mantener el 100% de la energía disponible. Mucha de la energía se disipa como calor, y por lo tanto las conversiones suponen la transformación de energías de alta calidad y baja entropía, como el carbón, hacia energías de baja calidad y alta entropía, como el calor. La historia del desarrollo tecnológico es la historia de una lucha incesante para mejorar la eficiencia energética de estas conversiones (Smil, 2021).

Los flujos de materiales y los flujos de energía pueden entenderse como dos aspectos distintos del mismo proceso. De hecho, un continuo flujo de materiales sólo es posible si existe al mismo tiempo también un flujo continuo de energía. Además, estos dos limitantes del crecimiento económico interactúan de maneras muy diversas, y la presión y el impacto ecológico de la actividad productiva se manifiesta también a través de la alteración de los ciclos geoquímicos.

No obstante, es habitual diferenciar entre presiones e impactos originados por la actividad productiva. Por un lado, la actividad productiva ejerce presión sobre el medio ambiente, por ejemplo a través de la emisión de dióxido de carbono, resultante de la quema de combustibles fósiles. Por otro lado, el impacto sobre el medio ambiente por parte de la actividad productiva se manifiesta en fenómenos tales como el cambio climático, esto es, el calentamiento global que se produce como consecuencia de la acumulación sostenida en el tiempo de gases de efecto invernadero en la atmósfera. En las últimas décadas ha mejorado sustancialmente la información disponible y se han construido numerosos indicadores que tienen como objetivo medir el nivel de presión e impactos que ejerce el modelo de producción y consumo sobre el medio natural.

Los límites del planeta

Lo cierto es que el ser humano ha vivido en la Tierra al menos desde hace doscientos mil años, aunque la mayor parte del tiempo lo ha hecho en formaciones sociales de cazadores-recolectores. El final de la última glaciación, que sucedió hace unos veinticinco mil años, dio lugar a un clima extraordinariamente cálido que, a su vez, permitió al ser humano desarrollar nuevas prácticas económicas y sociales, como la agricultura (desarrollada hace unos 12.000 años). Los científicos han convenido en llamar Holoceno a esta era cálida en la que se han desarrollado las civilizaciones actuales.

Sin embargo, desde la Revolución Industrial la utilización de recursos y energía por parte de la humanidad se ha incrementado de manera notable. Muchos estudios sobre la historia ambiental describen muy bien estas transformaciones (McNeil, 2003). Este uso intensivo de recursos y energía, especialmente de la procedente de combustibles fósiles, ha conllevado la elevación de los estándares de vida y con ello la multiplicación de la población en todo el mundo. Unas tendencias que se han acelerado especialmente desde mediados del siglo XX, como se puede comprobar en los siguientes gráficos, otorgándole el nombre de Gran Aceleración al período iniciado desde entonces (Steffen, 2020).

En términos más generales, los científicos Paul Crutzen y Eugene Stormer acuñaron hace más de dos décadas el término de Antropoceno para referirse al cambio de época geológica respecto a la anterior, que suponía el hecho de que hoy la humanidad movilice más tierra y sedimentos que ningún otro proceso natural como consecuencia del desarrollo del sistema económico a escala mundial. Otros autores hablan de Capitaloceno para señalar también al que sería responsable último de todas estas transformaciones: el tipo de sistema económico (Foster, 2020).

Por otra parte, en el año 2009 un grupo de científicos desarrollaron el marco de los «límites planetarios» en referencia a los principales umbrales ecológicos cuyo rebasamiento puede implicar importantes alteraciones de los ciclos de la naturaleza a escala planetaria (Rockström et al., 2009). La principal virtud de este nuevo marco es que amplía el alcance de la atención desde el cambio climático, mucho más conocido popularmente, hacia otros impactos ambientales como son la pérdida de la biodiversidad, la acidificación de los océanos o la contaminación por exceso de nitratos o por plásticos. Se establecieron nueve fenómenos biogeológicos que, en caso de superar determinados límites provocaría el desencadenamiento de procesos sin retorno que amenazaría la vida misma. Este marco se basa en la existencia de una zona de seguridad dentro de la cual el ser humano puede vivir con cierta seguridad, y cuyo perímetro está determinado por los parámetros biogeológicos propios del Holoceno. A día de hoy se habrían superado ya cinco de los umbrales críticos para la vida, lo que pondría de relieve la urgencia de una respuesta contundente a estos fenómenos de desequilibrio.


Sin embargo, uno de los problemas principales de este marco de límites planetarios es que concibe el metabolismo social de una manera esencialmente técnica. Si no se amplía el análisis, el marco parece situar la responsabilidad en nociones abstractas como «la humanidad» o «el ser humano», cuando es evidente que ni las causas ni las consecuencias del impacto ecológico están simétricamente repartidas tanto a lo largo de la estructura de clase como entre las diferentes regiones geográficas. De hecho, no existe una crisis ecológica global que signifique lo mismo para todos los seres humanos (Brand et al., 2021). Por esa razón es mucho más adecuado hablar de crisis ecosocial, pues permite poner de relieve la importancia de las relaciones sociopolíticas a la hora de evaluar los procesos de degradación ambiental y de abordar sus soluciones.

Algunas economistas, como la británica Kate Raworth (2018), han añadido una dimensión social a la esfera de los límites planetarios. El resultado, popularizado como economía de la rosquilla, señala la necesidad de que las sociedades modernas se sitúen por encima de los mínimos decentes para la vida de la población (suelo social) y por debajo de los límites biofísicos del planeta (techo ecológico), estableciéndose con ello un espacio seguro y justo para la humanidad. La utilidad de esta aportación es que permite integrar aspectos tales como la desigualdad, la pobreza o el trabajo digno junto con los límites estrictamente biofísicos.

El impacto del consumo

Desde la publicación de Limits to Growth se reconoce generalmente que existe una estrecha vinculación entre el crecimiento económico y las fuertes presiones e impactos ecológicos que amenazan la vida en el planeta. Por esa razón, las Naciones Unidas desarrollaron los Objetivos de Desarrollo Sostenible. El objetivo 8.4 de estos últimos específica, por ejemplo, que debe mejorarse progresivamente y para 2030 «la producción y el consumo eficientes de los recursos mundiales y procurar desvincular el crecimiento económico de la degradación del medio ambiente». La Unión Europea también adoptó esta agenda y desde entonces ha aprobado un gran número de normas destinadas a cumplir con tales objetivos, igual que ha hecho también España.

El trabajo científico acumulado durante las últimas décadas ha permitido la proliferación de indicadores que miden el impacto de la actividad económica sobre el planeta, y ello ha facilitado el seguimiento de estos compromisos. El público general, por ejemplo, se ha familiarizado con indicadores que miden el dióxido de carbono en la atmósfera e incluso tienen presente el impacto de su Huella de Carbono en su vida cotidiana y en sus decisiones de consumo. No obstante, y como ya hemos dicho, los impactos ambientales van más allá del cambio climático y requieren también otros indicadores.

Una de las líneas más avanzadas en este sentido tiene que ver con el flujo de materiales implicado en el modelo de producción y consumo. La extracción y procesamiento de recursos explica aproximadamente el 50% de la emisión de gases de efecto invernadero y más del 90% de la pérdida de biodiversidad en el planeta (UNEP, 2019). Y está comprobado que existe una relación directa y estrecha entre el consumo de materiales y el crecimiento económico. Esto es así, básicamente, debido al impulso del consumo.

El consumo es el motor principal del impacto ecológico global, muy por encima de otros factores demográficos tales como la edad, el tamaño del hogar, el capital cultural o la estructura de vivienda (Wiedmann et al., 2020). De hecho, conviene subrayar que el consumo es requerido para cerrar el ciclo del capital, esto es, para que la producción sea vendida y pueda existir crecimiento económico. Consumo y producción son, en este sentido, dos caras de la misma moneda (Harvey, 2007). Al fin y al cabo, bajo el capitalismo la producción está orientada a la ganancia económica –y no a la satisfacción de las necesidades humanas–, de manera que los actores económicos son disciplinados para que su producción sea vendida, mediante el consumo, y que los beneficios vuelvan a ser reinvertidos en mayor producción, es decir, para el crecimiento. En el caso de que la demanda agregada sea insuficiente para cubrir la producción y las existencias en un determinado período, el sistema estaría abocado a una crisis. Por esa razón, bajo el capitalismo la espiral incesante de consumo es espejo de la espiral incesante de producción.

Debe recordarse que cualquier producto que sale al mercado lleva consigo una mochila de recursos tanto de manera aparente como invisible, lo que quiere decir que cualquier producto implica el uso de los materiales que lo conforman, pero también de los materiales que ha sido necesario consumir en la fabricación del producto. Por ejemplo, un único smartphone está compuesto por decenas de sustancias minerales tales como el litio, aluminio, silicio, cobre, níquel…, pero además su producción sólo ha sido posible debido a un consumo enorme de agua –algunas estimaciones hablan de doce mil litros de agua por cada unidad (Friends of the Earth, 2015)– y de otros materiales, así como por la generación de residuos durante el proceso de producción y por los generados debido a su temprana obsolescencia. Con la globalización económica y el desarrollo de las cadenas globales de valor la complejidad material y tecnológica de los productos se ha elevado y con ello también los intercambios comerciales de materias brutas, materiales y residuos entre países. Esto no sólo es válido para el consumo de productos electrónicos sino también para el consumo de productos alimentarios –siendo el sistema agroalimentario mundial responsable del 34% de las emisiones de gases de efecto invernadero (Crippa et al., 2021)– y de la industria del turismo global –causante, a su vez, del 8% de las emisiones de gases de efecto invernadero (Lenzen et al., 2018). Toda nuestra actividad cotidiana está enlazada a un determinado nivel de consumo de recursos y energía que presiona e impacta sobre el medio natural.

De hecho, la extracción de recursos materiales se ha acentuado en las últimas décadas en todo el mundo, como puede comprobarse en el siguiente gráfico que se remonta hasta principios del siglo pasado (Krausmann, 2018). Puede verse, además, que efectivamente se ha producido un brutal crecimiento a partir de la segunda mitad del siglo pasado, lo que describe muy bien el período de Gran Aceleración. Por ejemplo, en 2017 una persona, en promedio, consumió un 65% más de recursos que en 1970 (UNEP, 2019).



Para conocer el impacto exacto que tiene el modelo de producción y consumo sobre el uso de recursos naturales en un determinado territorio se utiliza habitualmente la Extracción interna (Domestic Extraction), que mide el uso de recursos naturales dentro de las fronteras de un país. Sin embargo, este procedimiento tiene el problema de que no registra el impacto que tiene el comercio internacional y puede llevar a la creencia de que determinados países, tradicionalmente importadores netos de productos,  mejoran año tras año sus indicadores de impacto en el uso de recursos cuando eso puede deberse, por ejemplo, a que han deslocalizado industrias intensivas en el consumo de materiales. Otro indicador utilizado es el Consumo Material Interno (Domestic Material Consumption) que sí tiene en cuenta el comercio internacional, pero sólo añade el peso físico del consumo aparente de bienes importados y exportados. Esto quiere decir que no se tiene en cuenta la cantidad de recursos utilizados para la producción de los bienes que se importan y exportan. Para resolver este problema se ha elaborado un indicador mucho más preciso que se conoce como Huella Material (Material Footprint) y que describe el consumo de recursos naturales tanto internos como de bienes importados, incluyendo también los recursos que han tenido que usarse en la producción de estos bienes comercializados internacionalmente (Wiedmann et al., 2015).

La Huella Material es, por lo tanto, el mejor indicador disponible para evaluar el impacto del modelo de producción y consumo sobre el uso de los recursos. En su nivel agregado, la Huella Material necesariamente coincide con la Extracción Material –debido a que las importaciones y exportaciones a nivel mundial se neutralizan mutuamente– lo que significa que el crecimiento de la Huella Material también ha sido espectacular en los últimos cincuenta años. Sin embargo, también ha sido asimétrico, pues no todas las regiones son igualmente responsables de este crecimiento en el uso de los recursos naturales. Si atendemos al uso de recursos en términos per cápita vemos cómo América del Norte –principalmente por causa de Estados Unidos– está claramente en cabeza con un consumo de 30 toneladas por persona en el año 2019. Este es un consumo 1,5 veces mayor que el que se produce en Europa y hasta 7 veces superior al que se produce en África.



Esto es algo parecido a lo que sucede con las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel mundial, debido a que el llamado Norte Global es responsable del 92% de las emisiones acumuladas de dióxido de carbono desde 1850. Un país como Estados Unidos es responsable del 40% de dichas emisiones, mientras que los países que conforman la actual Unión Europea son responsables del 29% (Hickel, 2020).

De hecho, cuando pasamos al estudio en el interior de los diferentes países, encontramos que son los estratos superiores en términos de ingresos de cada país los que más consumo de recursos realizan. Como dijimos, las sociedades bajo el capitalismo están estructuradas en clases, y en la medida en que el consumo de recursos está vinculado al ingreso es de esperar que el mayor impacto ecológico proceda de los grupos sociales más adinerados. Es más, algunas investigaciones han demostrado que a nivel planetario el 10% más rico es responsable de entre el 25 y el 43% de las emisiones de dióxido de carbono (Bruckner et al., 2022), lo que pone de manifiesto que el impacto ecológico viene empujado por los ciudadanos más ricos de cada país.

En el caso de España, la huella material ha crecido en los últimos cincuenta años, si bien con dos subperíodos claramente diferenciados. Hasta la crisis financiera hubo una tendencia alcista, acelerada a comienzos de siglo con el boom inmobiliario, que luego se convirtió en una tendencia a la baja que ha continuado progresivamente desde entonces. Este patrón sugiere que aparentemente se estaría desmaterializando, esto es, se produce un menor consumo de recursos por año. Esto en gran parte se debe a la crisis económica, pero también puede estar describiendo cambios en la estructura productiva –hacia sectores menos intensivos en recursos– o un incremento de eficiencia tecnológica.



El problema de la Huella Material, así como de todos los demás indicadores anteriormente señalados, es que reflejan únicamente el consumo de materiales. Para considerar además otros tipos de impactos, la Comisión Europea ha desarrollado una nueva metodología, basada en la vida completa del producto, que le ha permitido elaborar dos indicadores nuevos: la Huella Interna (Domestic Footprint) y la Huella de Consumo (Consumption Footprint) (Sala, 2019).

La Huella Interna refleja el impacto ecológico (no sólo de recursos, sino también de otras quince dimensiones) únicamente teniendo en cuenta lo que se produce en el interior del país. Por otro lado, la Huella de Consumorecoge también el efecto del comercio internacional, de manera que incorpora el impacto de todos aquellos bienes que se producen en el exterior pero que consumimos en nuestro país (restando los impactos de lo que producimos aquí para el consumo de otros países). En el caso de la Unión Europea los datos muestran que en el período entre 2005 y 2014 se ha producido una reducción relativa del impacto ambiental, aunque con indicadores muy diferentes entre países. El impacto ambiental más importante se ha dado en países que son tradicionalmente importadores de combustibles fósiles, de carne, de minerales y de productos manufacturados, lo que en esos casos se manifiesta en una Huella de Consumo más elevada (Sanyé-Mengual, 2019). Cuando analizamos el comportamiento de ambos indicadores para España comprobamos que se han movido de manera inversa en los últimos años. En lo que se refiere al impacto ecológico interno, se ha producido una mejora en la última década. Sin embargo, cuando se atiende al impacto ecológico producido por el consumo en su totalidad –incluyendo bienes importados– la recuperación económica comenzada en 2013 supuso también un crecimiento del impacto ecológico que no se ha detenido desde entonces.



En definitiva, a estas alturas y transcurridos cincuenta años desde la publicación de Limits to Growth el centro del debate ya no es si el crecimiento económico está asociado con las presiones y el impacto sobre el medio natural, dado que existe un abrumador consenso al respecto, sino si es posible desvincular ambos fenómenos en un período de tiempo suficiente que permita al metabolismo social no traspasar puntos de no retorno en los límites del planeta. Ese es, precisamente, el debate del «crecimiento verde o decrecimiento».

Decrecimiento y eficiencia tecnológica

De acuerdo con la visión dominante en las instituciones internacionales, por ejemplo las Naciones Unidas o la Unión Europea, para evitar los peores escenarios ecológicos el objetivo debe ser conciliar el crecimiento económico –el cual se considera imprescindible para el bienestar social– y un uso de recursos y energía que se sitúe dentro de los límites del planeta. Ello sería posible si se produce un desacople entre alguna variable que mida la actividad económica (normalmente el PIB) y las variables que miden las presiones y los impactos ecológicos (tales como emisiones de dióxido de carbono, el uso de recursos materiales, etc.).

Cuando las variables de presión e impacto ecológico crecen a un ritmo más lento de lo que crece el PIB se dice que se ha producido un desacople relativo, mientras que si el PIB crece pero las variables de presión e impacto decrecen se dice que se ha producido un desacople absoluto. Para lograr estos objetivos se han depositado grandes esperanzas en la eficiencia tecnológica, entendida esta como el conjunto de tecnologías que, aplicadas al proceso productivo, permiten que éste consuma menos recursos y energía por unidad de producto en valor monetario. Es este optimismo tecnológico en lo que se basa toda la narrativa del crecimiento verde.

Sin embargo, la inmensa mayoría de los análisis efectuados han concluído que, en general, no se está produciendo un desacople entre la actividad económica y la presión e impacto medioambiental y que, además, es improbable que eso vaya a producirse en algún momento (Parrique et al., 2019). En la mayoría de los casos no está teniendo lugar ningún tipo de desacople respecto al consumo de materiales, consumo de energía, uso de agua, emisiones de gases de efecto invernadero o pérdida de biodiversidad, y cuando algún estudio ha encontrado alguna evidencia de desacople se ha tratado de análisis locales, restringidos a países o regiones concretos, por períodos cortos de tiempo –por ejemplo, durante una crisis– o en proporciones insuficientes para abordar los retos ecológicos (Parrique et al., 2019; Haberl, 2020).

Es evidente que las estrategias de incremento de eficiencia tecnológica deben complementarse con estrategias de suficiencia, esto es, con una reducción de la escala material de la producción y el consumo en muchos sectores a fin de que la actividad económica se sitúe dentro de los límites del planeta. Es en este punto donde han emergido con fuerza las propuestas decrecentistas (Hickel, 2021). El decrecimiento emergió como movimiento político y social, y no debe ser entendido ni como concepto económico ni como teoría consistentemente estructurada sino como una amplia y heterogénea corriente de pensadores y propuestas que aspiran a que la economía mundial se desarrolle dentro de los límites biofísicos del planeta (Demaria, F. et al, 2018). Sencillamente, el decrecimiento debe comprenderse como una crítica a la teoría del desacople y el crecimiento verde, y como una afirmación de la necesidad de reducir la presión del ser humano y su modelo económico sobre los ecosistemas y el entorno natural sin jugarnos todo a la carta de las promesas tecnológicas.

Estrategias ecosocialistas frente a la barbarie

Cincuenta años después de The Limits to Growth, ¿se necesita más investigación para confirmar que existe una grave crisis ecosocial? La respuesta sin duda es que no. Ya somos plenamente conscientes de que el modelo de producción y consumo está provocando presiones e impactos en el medio natural en tal grado que la vida misma está amenazada. Sin embargo, lo que falta es la voluntad política para tomar las decisiones que estén a la altura de dicho reto, pues las políticas institucionales llevadas a cabo hasta la fecha se han mostrado claramente insuficientes. A pesar de los discursos y la retórica de los gobiernos de los países más desarrollados, el compromiso de los Acuerdos de París de no elevar la temperatura mundial por encima de 1,5ºC respecto al nivel preindustrial es en estos momentos inalcanzable. Más al contrario, según el panel de investigadores del IPCC de Naciones Unidas, el mundo está en una trayectoria que apunta hacia una catastrófica subida de 2,7ºC para finales de siglo (IPCC, 2021).

En estas condiciones, la tarea central de las sociedades democráticas debería ser la de construir comunidades resilientes capaces de priorizar el bienestar de sus poblaciones sin dañar de manera permanente el entorno natural que las sustenta, así como impedir la escalada de conflictos sociales y guerras, las cuales de manera creciente están vinculadas con la crisis ecosocial (Pirgmaier y Steinberger, 2019; Belcher et al., 2019). Pero, como ya hemos visto, alcanzar este objetivo eco-sociopolítico necesariamente implica una desescalada de la dimensión material de la economía hasta situarla dentro de los límites del planeta, lo que tiene implicaciones políticas, sociales y económicas de gran alcance.

Para empezar, es necesario un replanteamiento completo de la dimensión del consumo. Por un lado, si bien es cierto que las personas consumidoras no pueden tomar las decisiones relacionadas con la oferta, como la ubicación de los grandes centros de producción, sí tienen amplio margen para influir en las decisiones de la demanda. Esta capacidad no es fácil de aprovechar porque el capital es una relación social y, por lo tanto, es mucho más que un modelo de producción y consumo: es una forma de vida. Eso significa que es necesario abordar los valores y principios del consumo capitalista que se sitúa más allá de las necesidades humanas y de los límites del planeta, las formas en las que se reproducen socialmente tales prácticas y los potenciales focos de resistencia que pueden generarse (Pirgmaier, 2020). Por otro lado, en la necesidad de lograr un consumo ecológicamente sostenible hay que partir de que el mercado es incapaz de distinguir entre mercancías que satisfacen las necesidades básicas y mercancías que son, por ejemplo, de lujo (Gough, 2017). Por eso es necesario transitar hacia un enfoque que oriente lo económico hacia la satisfacción de las necesidades humanas.

De hecho, enfoques de este tipo inspirados en Amartya Sen, Martha Nussbaum y su influencia en el programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, las aportaciones de Max-Neef o de Ian Gough (Álvarez Cantalapiedra, 2013), deberían sustituir el paradigma dominante del crecimiento económico. La tradición utilitarista en economía sostiene que existe una relación positiva e infinita entre crecimiento de ingresos y felicidad/bienestar. Sin embargo, la literatura especializada ha argumentado a favor de la existencia de la «Paradoja de Easterlin», según la cual a partir de cierto punto un incremento de ingresos no se traduce en un incremento de la felicidad individual (Easterlin, 1974).

Por el lado de la producción y distribución, para que ese proceso de adaptación sea además socialmente justo debe llevarse a cabo también un importante flujo de redistribución entre clases sociales y una reorientación general de la producción hacia actividades de intensidad baja en presión e impacto ecológico, pero que pueden tener en cambio un alto componente en satisfacción de necesidades humanas. A tal efecto, programas tales como el trabajo garantizado pueden ser útiles al tiempo que proporcionan una herramienta para luchar contra el desempleo (Garzón y Guaman, 2015).

Además, la democracia sólo puede sobrevivir a las tensiones sociales venideras si es capaz de expresarse como un completo programa de garantías positivas, entendiéndose por tanto a la manera republicana y latiendo de fondo una concepción positiva de la noción de libertad (Ferrajoli, 2011; Garzón, 2014). Por eso, consolidar y blindar los servicios públicos tales como sanidad, educación, vivienda, pensiones, entre otros, es parte esencial de una sociedad que además de sostenible ecológicamente sea justa socialmente.

Pero estas políticas alternativas esbozadas, sin embargo, deben partir de un análisis concreto de la realidad concreta. Una gran parte de la investigación científica respecto a la crisis ecosocial nos ha informado con cada vez mayor precisión acerca de qué está pasando en el metabolismo social. Pero mucho más difícil es encontrar las razones del por qué eso mismo está sucediendo, qué actores concretos son los responsables y cuáles son los obstáculos para lograr cambiar de rumbo.

Por un lado, no es habitual encontrar investigaciones que junto al análisis técnico de la crisis ecosocial se halle también un análisis específico de cómo opera el poder. Al fin y al cabo, el poder es una relación social que inevitablemente define los límites de lo posible, al tiempo que acerca o aleja las posibilidades de poner en marcha las políticas que parecen sencillas sobre el papel. Por ejemplo, se ha documentado de manera suficiente la necesidad de reducir el consumo global de carne para poder combatir de manera efectiva el cambio climático. Sin embargo, no es fácil encontrar análisis que además incorporen una reflexión sobre la implementación de dichas fórmulas, esto es, un análisis del ecosistema político que incluya también al poder en sus diferentes acepciones (lobbies empresariales, grandes empresas productoras, tejido productivo, medios de comunicación, alianzas políticas y sindicales o al propio Estado en su conjunto) (Fuchs et al., 2015).

Por otro lado, si el poder está ausente en mucha de la reflexión actual, más ausente aún está la reflexión sobre las causas últimas de la crisis ecosocial. Es verdad que los motores de la destrucción medioambiental son, como hemos dicho, la presión y el impacto tales como el uso desproporcionado de recursos y energía, la emisión de gases de efecto invernadero y otros. Pero de nada sirve llegar a ese punto si no se asocia con las causas últimas y sistémicas que explican por qué ese catastrófico proceso continúa en marcha. Al fin y al cabo, sin una comprensión de cómo opera el capital y cómo éste disciplina a todos los actores (desde la clase trabajadora hasta las grandes empresas) para la consecución ad nauseam del crecimiento económico, el análisis estará cojo. Por esa razón, cualquier análisis sobre la relación entre economía o sociedad y medio ambiente que realmente quiera traspasar las fronteras de la academia y, en consecuencia, se plantee de verdad transformar la realidad material que analiza, debe ser capaz de beber de enfoques dinámicos que permitan estudiar el sistema que articula lo económico, lo social y la base natural en la actualidad, esto es, el capitalismo. La contradicción central de este sistema económico, como ya hemos comentado, es que funciona y opera como si estuviera desconectado de la base natural en la que necesariamente se inserta. Y tal y como sugirió Marx, el principal problema del capitalismo es su enorme éxito en la consecución de sus objetivos. Hoy sabemos que los costes asociados a ese éxito son sencillamente insoportables para la vida.

El oponente ideológico central del capitalismo ha sido históricamente el socialismo, un movimiento sociopolítico sin el cual no podría entenderse siquiera la propia democracia moderna. Pero como hijo de su tiempo decimonónico, el socialismo también ha estado caracterizado por una larga ignorancia respecto de las presiones e impactos ambientales. Más aún, la inmensa mayoría de la producción teórica respecto a las medidas económicas a tomar en defensa de la clase trabajadora es ciega ante sus consecuencias ecológicas. Incluso la elaborada de manera más reciente. Como ya hemos advertido, la influencia del modo de pensar de la Economía tradicional ha contaminado de manera profunda el propio pensamiento socialista y de la izquierda en general, lo que se manifiesta en la actualidad en aquellos enfoques acríticamente productivistas de los que se derivan propuestas y medidas de política económica calificadas de izquierdas. Algunos investigadores incluso hablan del papel que tienen estos autores como protagonistas de una «revolución pasiva» –un concepto de Gramsci que describe la capacidad de las clases dominantes para cooptar a los dirigentes de las clases subalternas– (Spash, 2020). Pero estas políticas no son sólo el resultado de una concepción del mundo específica sino que, al mismo tiempo, sirven para educar en una determinada cultura política a generaciones enteras de oponentes al capitalismo.

No es este ángulo muerto del socialismo la única herencia peligrosa del pasado. Debe recordarse que el tipo de sociedad que conocemos hoy en día, y cuyo rápido desarrollo ha tenido lugar básicamente en los últimos doscientos años, ha sido posible gracias al empleo intensivo de recursos naturales, especialmente de combustibles fósiles. Este lugar predominante de los combustibles fósiles no puede exagerarse con facilidad. Toda la arquitectura social que hoy tenemos delante de nosotros se debe al capital fósil, y no sólo en términos históricos sino también en el presente. Desde las actividades productivas hasta la configuración y diseño de nuestras ciudades, por lo tanto también del modo de vida de las familias trabajadoras, están modelados por la dinámica del capital fósil. Demostración paradigmática de ello es que en el momento en el que se han producido convulsiones en los mercados energéticos, como ocurrió en los años setenta y como vuelve a ocurrir en la actualidad tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia, todo el sistema social queda trastocado desde su dimensión material hasta su dimensión ideológica. Como si fuera el talón de Aquiles, la dependencia respecto del capital fósil expresa la fragilidad de todo el sistema social, incluyendo la propia democracia moderna, también hija de su tiempo –el cual incluye la energía barata (Mitchell, T., 2013).

El problema que esto abre es evidente. En un mundo con recursos naturales finitos, y con los combustibles fósiles alcanzando o sobrepasando sus picos respectivos, la encrucijada ante la que nos encontramos no debe subestimarse. Ya tenemos delante de nosotros los primeros indicios de que una de las alternativas que se están abriendo paso ante esta crisis ecosocial es una nueva forma de fascismo, la cual promueve un tipo de organización social cerrada y autoritaria destinada a satisfacer las necesidades de grupos sociales selectos en detrimento del resto de la población. Este tipo de cierre social weberiano, que está caracterizado por una dinámica insider-outsider, tiene implicaciones sociopolíticas fundamentales. Una Parte creciente de los flujos migratorios internacionales se explican actualmente por el cambio climático y las crisis ambientales y sus efectos sobre países empobrecidos, y la respuesta neofascista a la migración compatibiliza el racismo tradicional con el negacionismo climático y la apuesta por salidas autoritarias a la crisis ecosocial (Malm y Zetkin Collective, 2021). El horizonte de ese recorrido no es otra cosa que la barbarie. De hecho, no es simple casualidad que el crecimiento de la ola reaccionaria global se esté dando al mismo tiempo que se dispone de la mejor y más precisa información acerca de que a la especie humana se le está acabando el tiempo bajo este modelo económico. Evidentemente, no basta con tener razón. En la actualidad, parte de las frustraciones sociales y generacionales de nuestro tiempo se están articulando políticamente a través de una salida reaccionaria que aspira a defender lo propio –lo nativo–, incluyendo el modelo de vida, frente a lo extraño. Un repliegue ideológico-material de amplios sectores sociales frente a las incertidumbres vitales de la era del Antropoceno. Viejos aromas en frascos nuevos.

Hacer frente a estos retos no será cosa de una simple receta política. De nuevo, tampoco será cuestión de tener razón en los argumentos. Más bien tendrá que ver con la capacidad de articular amplias alianzas sociales y políticas que puedan labrar el terreno donde germine todo un bloque histórico y social. En esa amplia comunidad deben poder participar las iniciativas locales y las propuestas globales, las tradiciones clásicas y las corrientes renovadas, la acción social y la acción institucional, y todo en un ejercicio de construcción de tejido social que beba de un imaginario y un horizonte de paz, justicia, igualdad y derechos sociales dentro de los límites del planeta.

En el pasado la disyuntiva entre socialismo o barbarie fue popularizada por Rosa Luxemburgo en el contexto bélico de la Primera Guerra Mundial. La concepción marxista tradicional de la época teorizaba entonces que el capitalismo se encontraba en un estadio tan avanzado de desarrollo –en su fase imperialista– que de ello sólo podía acontecer la revolución internacional socialista o la destrucción de todo atisbo de civilización bajo el yugo de la guerra y sus consecuencias. En cierto modo, hubo revoluciones y mucha destrucción. Dos Guerras Mundiales, regímenes totalitarios asolaron no sólo Europa sino todo el mundo, y aquellos tiempos turbulentos se llevaron por delante a millones de seres humanos, incluida la propia Rosa Luxemburgo, asesinada en 1919 en el marco de la revolución espartaquista.

Hoy, tal disyuntiva es perfectamente válida. La civilización humana, cualquier civilización, solamente puede construir horizontes de justicia y bienestar si lo hace logrando un encaje dentro de los límites del planeta. Ese encaje o reacomodo frente a los límites, por decirlo de alguna manera, se producirá bien de manera organizada o bien de manera caótica, siendo el peor de los escenarios el del colapso ecológico. Cualquiera de los escenarios intermedios nos obligará en cualquier caso a reorganizarnos a través de otras reglas. Pero no olvidemos que la política que más busca hacerse fuerte en esos contextos de emergencias y colapso es aquella del autoritarismo, la discriminación, la desigualdad y el militarismo. Es, de nuevo, la barbarie. Para evitarlo hemos de abrir un camino alternativo basado en otros principios y valores, democráticos, de derechos humanos y justicia social. Esa es la ruta hacia el ecosocialismo. Por eso, se trata de elegir entre el ecosocialismo o la barbarie.

Alberto Garzón (@agarzon) es director de la revista LaU, economista, Ministro de Consumo y Coordinador General de Izquierda Unida.

Notas

[1]  Para ser justos, los modelos más recientes incorporan un nuevo recurso productivo llamado capital natural, aunque con importantes limitaciones, derivadas de la difícil reducción de la complejidad de los ecosistemas a un único valor monetario.

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