Llevamos siglos intentando descifrar La Gioconda. Con su retrato, Leonardo parece retarnos a adivinar qué emoción siente su musa. En la Universidad de Ámsterdam los neurocientíficos sometieron al cuadro a un análisis mediante programas de reconocimiento emocional. El ordenador busca diferencias respecto a una expresión neutra: ensanchamiento nasal o arruguitas en los ojos. Concluyeron que La Gioconda mostraba felicidad en un 83 %. También detectaron otras emociones: 9 % de disgusto, 6 % de temor y 2 % de enfado.
Estos programas informáticos son todavía rudimentarios porque no captan matices, indicios de deseo ni decepción. En contraposición, el cerebro humano ha evolucionado para captar cualquier cambio en la expresión facial, por mínimo que sea. Aquí, el ser humano es superior a la máquina.
Somos tan increíblemente buenos que adivinamos rasgos emocionales, aunque se oculten bajo una expresión neutra, o cara de póker. Se trata de una habilidad social clave, así que el misterio nos interpela a nosotros, seres humanos.
El código que Freud intentó descifrar
Desde el principio los renacentistas quedaron sorprendidos por aquella cautivadora sonrisa. En el siglo XIX el poeta y dramaturgo Théophile Gautier fue de los primeros en plantear este problema. Un retrato que sonríe misteriosamente, cuyo enigma no ha sido resuelto. Tras observarlo durante horas, seguimos buscando la emoción que transmite. O, mejor dicho, la mezcla de emociones involucrada, tan dinámica como si estuviese viva.
Freud pensaba que la sonrisa era una reminiscencia de su madre, de la cual Leonardo se separó tempranamente. En el siglo XXI la neurociencia ha dado algunas respuestas. La neurobióloga Margaret Livingstone notó que La Gioconda parece sonreír, sobre todo desde lejos. De cerca, mirándola a los ojos, aún sonríe. Sin embargo, al observar directamente la boca, no se encuentra la sonrisa. Los labios están contraídos, sin la curvatura típica de la alegría. ¿Dónde está escondida?
Visión central y periférica
El ojo humano tiene dos tipos de visión: central y periférica. La visión central tiene mayor resolución debido a la concentración de fotorreceptores cónicos en el centro de la retina, en la fóvea. Por ello, se especializa en frecuencias espaciales altas. Es decir, líneas y contrastes fuertes. La visión central capta detalles concretos.
En cambio, la visión periférica detecta frecuencias bajas en zonas borrosas. Su objetivo no es percibir detalles, sino grandes áreas. El resultado final del procesamiento visual se parece a la fotografía de un rostro bien definido en primer plano, mientras alrededor el paisaje se difumina.
La explicación neurocientífica
Leonardo pintó la sonrisa con suaves pinceladas utilizando una técnica nueva, el sfumato. Aplicaba capas finísimas de pigmento, muy diluido. Estas capas van superponiendo tonos translúcidos, construyendo una expresión sutil.
Por consiguiente, la sonrisa no es perceptible con nuestra visión central, que detecta rasgos definidos. La sonrisa emite frecuencias bajas y solo se capta mediante la visión periférica, con el rabillo del ojo.
Leonardo desarrolló esta técnica durante sus últimos años, a partir de 1513. Conservó la pintura hasta su muerte, como si fuera su laboratorio. Experimentó nuevas formas de graduar las sombras, a veces con sus dedos. Así logró que su Gioconda sonriera de forma escurridiza. Cuando queremos atrapar la sonrisa, enfocarla de cerca, la perdemos. Se esfuma en el aire como una pompa de jabón. La visión central, por mucho que se fije, no detecta las frecuencias bajas de una sonrisa difuminada.
Da Vinci describió el sfumato como "sin líneas ni bordes, a modo de humo", o "más allá del plano de enfoque".
Pero ¿cómo alcanzó este hallazgo? ¿Fue una mezcla de observación e intuición, percepción y lógica? No solo es arte, sino también ciencia obtenida tras una vida de investigación.
¿Por qué no aparece la sonrisa mágica en el Prado?
Al mismo tiempo que La Gioconda del Louvre, la versión del Prado se pintó en el taller florentino de Leonardo. La restauradora Ana González-Mozo considera que fue ejecutada por un discípulo cercano, bajo la supervisión del maestro y en paralelo. Las reflectografías demuestran que los mismos detalles ocultos y correcciones aparecen en ambas pinturas. Sin embargo, por entonces Leonardo no había desarrollado completamente el sfumato.
Hacia 1506, estas pinturas mellizas inician caminos divergentes. La Gioconda del Prado fue terminada y se entregó al cliente. En ella, las comisuras de la boca están marcadas y la transición de las sombras es menos delicada. El rictus resulta más serio. Esta dama parece esperar que la anime una banda de música, como decía el pintor Giorgio Vasari.
Por el contrario, Leonardo continuó trabajando en La Gioconda del Louvre hasta que sufrió una parálisis en 1517. Fue un work in progress, su testamento vital (quizá un autorretrato). De alguna forma, la Gioconda y Leonardo envejecieron juntos. Hoy, al unísono, ambos nos siguen interrogando.
La pregunta de Leonardo continúa vigente. La neurociencia trata de averiguar cómo funciona el reconocimiento de emociones, proceso cognitivo esencial para nuestras interacciones sociales. Si no reconocemos bien las expresiones emocionales de otros, tendremos dificultades interpersonales. Según Leonardo, los rasgos evidentes son importantes, pero también las sutilezas, como una sonrisa a punto de surgir o en peligro de desvanecerse.
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José T.Boyano, Profesor Asociado de Psicología. Orientador Educativo, Universidad de Málaga
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