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La trampa del capitalismo verde - Ernesto H. Vidal

Los apologistas del sistema aseguran que el libre mercado puede solucionar todos los problemas, incluida la crisis ecológica. Pero conocían la magnitud de la tragedia y no hicieron nada. Desde Kyoto, en 1992, se han generado más del 50% de las emisiones


Marco Licinio Craso era el hombre más rico de la antigua Roma. Tal era su fortuna que, tras morir combatiendo en Asia Menor, entre los ciudadanos de la República se corrió el rumor de que sus enemigos lo habían matado haciéndole tragar oro fundido para saciar su sed de riqueza. En vida, Craso había utilizado su poder e influencia para acrecentar obscenamente su patrimonio. Una de las maneras fue crear el primer cuerpo de bomberos de la historia, aprovechando que los incendios eran frecuentes entre los edificios de la capital. Pero este cuerpo de bomberos distaba mucho del concepto que tenemos hoy. Cuando se declaraba un incendio, los efectivos se desplazaban al lugar del siniestro y exigían al propietario del inmueble que se lo vendiera a Craso por un precio ridículo si quería que apagaran las llamas. Cuanto más avanzaba el fuego, más bajaba el precio.
 El 10% de los hogares con mayores ingresos emiten varias veces más emisiones per cápita que el 50% de los hogares con menores ingresos
Han pasado más de 2.000 años y lo que está ardiendo esta vez es el planeta entero. Las primeras décadas del siglo XXI han sido testigos de la práctica desaparición del casquete polar Ártico y de cómo, año tras año, se baten todos los récords de temperaturas extremas. Como los bomberos de Craso, un grupo de compañías promete ahora arreglar el desastre, eso sí, previo pago. Pero a diferencia de los hombres de Craso, quienes ahora alargan la mano a cambio de apagar las llamas son los mismos que han provocado el incendio.

Durante décadas, las grandes corporaciones energéticas negaron que el cambio climático antropogénico fuese una realidad. Para ello no dudaron en gastar miles de millones en sobornar, perdón, hacer lobbying, a políticos para impedir regulaciones medioambientales, sabotear cualquier avance que amenazara su hegemonía en el sector y utilizar los medios de comunicación de su propiedad para sembrar la duda y la desconfianza. Pero hoy, metidos hasta la barbilla en una crisis climática sin precedentes, la realidad del calentamiento global es innegable para todos salvo para los más fanáticos. Y con la opinión pública finalmente concienciada de la magnitud del problema, buena parte de esas mismas compañías que durante décadas lo negaron o minimizaron ahora se revisten de una pátina de ecologismo y adoptan el discurso de la “responsabilidad compartida”, en la que todos tenemos que aportar nuestro granito de arena. Y cuando dicen “todos” se refieren, claro, a los ciudadanos en forma de subvenciones públicas para que sus empresas rebajen los niveles de emisiones.

Hay un punto ya no cínico, sino plenamente obsceno en el discurso de la “responsabilidad compartida”. Nadie puede negar que nuestros hábitos de vida provocan emisiones de gases de efecto invernadero y que podemos y debemos hacer todo lo posible por nuestra parte para reducir nuestro impacto ecológico. Pero es igualmente innegable que las grandes corporaciones energéticas y los individuos más acaudalados han sido y son los principales culpables de la crisis. Sólo 100 compañías son responsables del 70% de las emisiones, y el 10% de los hogares con mayores ingresos emiten varias veces más emisiones per cápita que el 50% de los hogares con menores ingresos. Pero el discurso ha empezado a calar entre la población, y vemos cómo, por ejemplo, los países europeos aumentan los impuestos a los conductores de vehículos diesel, al tiempo que subvencionan con miles de millones de euros de dinero público a las empresas que los fabrican. Vemos cómo, mientras que los hogares europeos son responsables del 25% de todas las emisiones (y aquí está incluída la energía que utilizan), pagan el 49% del total de impuestos medioambientales. Esto no es responsabilidad compartida, es entrar en un restaurante y que uno pida bogavante para comer y otro un café con leche y pretender que se pague la factura a medias. Una cosa es tomar conciencia y responsabilizarse del impacto que tienen nuestras acciones y nuestro estilo de vida sobre el ecosistema, y otra muy diferente pagar por los excesos de quien, pudiendo haber evitado el desastre, no quiso hacerlo.
Fuente: Oxfam
Fuente: Oxfam
Los apologistas del capitalismo, como zelotes fundamentalistas, aseguran que sólo el libre mercado puede dar solución a todos los problemas, incluido este. Pero lo cierto es que las corporaciones energéticas conocían la magnitud de la tragedia que se avecinaba desde los años 80, y no hicieron nada. Ninguna mano invisible bajó del cielo para hacer que las compañías empezaran a recortar sus emisiones y a realizar la transición hacia fuentes de energía renovables y no contaminantes. Muy al contrario, pisaron el pedal de la polución a fondo. Desde que se creó el Protocolo de Kyoto, allá por 1992, se han generado más del 50% de todas las emisiones antropogénicas de CO2 de la historia. Si en 1987 el 81% de toda la energía del mundo provenía de los combustibles fósiles, treinta años después ese porcentaje es… el 81%. En ese lapso de tiempo, las cuatro mayores compañías energéticas amasaron unos beneficios de más de 2 billones de dólares. Y ahora se aprestan a exigir subvenciones a cambio de transformar su modelo energético. No sólo eso, algunas presumen de ello mientras afean al ciudadano de a pie sus hábitos de consumo.

El coste que supondría acabar con la mayoría de emisiones de gases de efecto invernadero es alto. Se estima que pasar a un modelo energético en el que las energías renovables proveyeran el 80% de la energía costaría unos 15 billones de dólares. En total, la factura resultante de reducir las emisiones netas a cero podría ascender hasta los 50 billones de dólares, según un estudio de Morgan Stanley. Puede parecer una suma extraordinaria, pero palidece ante la cifra de lo que supondría no hacerlo. De acuerdo con un estudio publicado en la revista Nature, reducir las emisiones hasta alcanzar el objetivo de los Acuerdos de París de mantener la temperatura a 1,5-2º C por encima de niveles preindustriales tendría un coste económico de aquí hasta 2100 de más de 600 billones de dólares, pero no hacer nada (bussiness as usual) supondrá un montante que ascendería hasta los 2.197 billones. Para que se hagan una idea, el PIB mundial es de algo más de 87 billones.
La pregunta que toca hacerse ahora no es si hay que pagar esa cifra por arreglar el entuerto, sino quién debe hacerlo. Las grandes corporaciones no dudarán en usar su influencia para presentarse ante el mundo como la única tabla de salvación ante la catástrofe, hablándonos de cómo sólo el sector privado está capacitado para emprender la ardua tarea de la transición energética. Eso sí, utilizando el discurso de la “responsabilidad compartida” para que los estados les rieguen con dinero en forma de subvenciones públicas, y encima les tendremos que dar las gracias por salvar el planeta. Es insultante.
Quienes se hicieron de oro destruyendo el planeta son quienes deben pagar la factura por arreglar lo que todavía se pueda arreglar. Y sí, tienen el dinero para hacerlo. Según el informe de Riqueza Global de Credit Suisse, el 0,6% más rico del planeta acumula casi el 45% de toda la riqueza. Casi 160 billones de dólares. Más que de sobra para lograr los objetivos propuestos sin dejar de ser los más ricos. Y si no quieren quizá sea hora de que los estados tomen de una vez por todas las riendas y nacionalicen las empresas contaminantes, obliguen a quienes más tienen a pagar sus impuestos y creen una alternativa a ese capitalismo salvaje que amenaza ya no nuestro estilo de vida, sino nuestra mismísima existencia. Es cuestión de vida o muerte, literalmente.

Me gustaría ser optimista. Quiero creer que tal alternativa es posible. Pero mucho me temo que volveremos a caer en la enésima trampa de un capitalismo vestido de verde pero con el corazón negro como el carbón.

Ernest H. Vidal es profesor en la Universidad de València

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