En los primeros momentos de la crisis provocada por la propagación del Covid-19, ya se puede observar que el conflicto entre clases o grupos sociales no deriva en una lucha sino en una auténtica guerra.
La existencia de grupos, de personas o clases sociales con intereses distintos no es algo de lo que se pueda presumir. Es cierto, por un lado, son la muestra de que las sociedades son diversas y plurales como consecuencia de la libertad de las personas que la conforman. Sin embargo, por otro lado resulta que esos intereses contrapuestos suelen ser el origen de conflictos, de guerras y de gran parte de las desgracias que por doquier amenazan la paz y la vida en nuestro mundo.
Ese conflicto, llámese guerra, lucha de clases o como se quiera, es tan antiguo como la humanidad. Sólo quienes han leído muy poco o los que han leído mucho, pero quieren confundir a los demás pueden negar su existencia o creer, como suele ocurrir con mucha frecuencia, que es un invento de las izquierdas y más concretamente de los marxistas.
Es cierto que Marx dijo que la lucha de clases era el motor de la historia, pero él mismo reconoció que esa idea venía de antes. Su aportación se limita, en realidad, a creer que de ese conflicto nacería una sociedad nueva, que la lucha de clases era «la partera de la historia». Algo, sin embargo, que tampoco era completamente novedoso.
Más de tres siglos antes, en 1513, Maquiavelo había dejado escrito que la división social era consustancial al orden político y que «en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos».
En su obra El Origen de la Desigualdad entre los Hombres, Rousseau escribió: «El primer hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió decir «Esto es mío» y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!».
Los economistas clásicos, los liberales François Quesnay, Adam Smith, David Ricardo, John Stuart Mill, y también los marxistas, fundaron la Economía Política como una ciencia que trataba de descubrir las leyes que regulan la distribución de la riqueza entre las clases sociales.
Y lo hacían porque eran inteligentes, había sido capaces de detectar cómo funciona el capitalismo y trataban de explicarlo con rigor y transparencia.
No puede ser de otra manera. En el capitalismo, el valor del beneficio de las empresas es igual al valor de las ventas que realizan menos el de las materias primas o maquinaria y menos los salarios que pagan. Por tanto, salarios más elevados implican menos beneficios, salvo que las empresas sean capaces de aumentar por otros procedimientos el valor de las materias primas y maquinaria o vender más. Los intereses de los propietarios de las empresas y de los asalariados son, por definición contrapuestos. Una contradicción de intereses que puede concluir en un conflicto permanente y destructivo o en equilibrios más o menos armoniosos y mutuamente aceptables, un balance que depende de la tecnología disponible, de las instituciones y leyes y, en suma, de la capacidad de negociación que cada parte tenga.
Después de la segunda guerra mundial se produjo una situación social de equilibrio de fuerzas que permitió lograr una distribución del producto global muy favorable para las clases asalariadas. Eso llevó a que muchos intelectuales y políticos proclamaran que la lucha de clases ya había desaparecido. Lo que había ocurrido, en realidad, fue todo lo contrario: el conflicto seguía produciéndose solo que con fuerzas mucho más igualadas y ese equilibrio de poder fue lo que permitió alcanzar un reparto de la tarta más balanceado. Tanto, que los propietarios del capital vieron en peligro sus beneficios, con razón, y pusieron en marcha una contraofensiva que culminó con las políticas neoliberales que han producido el reparto de la riqueza más concentrado y desigualitario de la historia moderna.
Las crisis económicas, como la que vivimos a partir de 2008 o la actual, son los momentos en que mejor se puede comprobar la existencia innegable de las diferencias de intereses en nuestras sociedades. No en vano, la palabra «crisis» se empezó a utilizar en Grecia por los jueves para referirse al momento en el que percibían mejor la naturaleza del asunto que debían juzgar.
Hace unos días, los medios informaron de que la Xunta de Galicia se había dirigido por carta al Gobierno central para manifestarle su queja porque estimaba que «prohibir los desahucios durante la crisis del coronavirus enfría el mercado inmobiliario y supone una desprotección para los propietarios».
Es un ejemplo muy claro de la diferencia de intereses que existe en nuestra sociedad y que puede llevar consigo efectos muy importantes para unas personas u otras. Un conflicto que se puede resolver, como suele ocurrir en España, en favor casi exclusivo de una parte (según quién sea quien gobierne) o, como ocurre en otros países europeos, mediante un tratamiento legal del problema más equilibrado que trata de salvaguardar (bastante mejor que la norma española de un signo o de otro) los intereses de las dos partes en conflicto.
Las medidas macroeconómicas que se toman contra las crisis también suelen ser un reflejo muy fiel de los conflictos de grupos o clases sociales. El incremento del ingreso de los más ricos ha sido espectacular como consecuencia de las que adoptaron en la de 2008. En Estados Unidos, por ejemplo, el 1% más rico de todas las familias se quedó en 2010 con 93 de cada 100 dólares de incremento en el ingreso del país y, en los demás años, ese porcentaje no ha sido inferior al 60%. En España, la desigualdad también aumentó después de la crisis por la misma razón, es decir, porque los grupos sociales más ricos lograron que los gobiernos adoptaran medidas que les beneficiaban en mayor medida.
Ahora, a pesar de que nos encontramos todavía en los primeros momentos de la crisis provocada por la propagación del Covid-19, ya se puede observar que el conflicto entre clases o grupos sociales no deriva en una lucha sino en una auténtica guerra.
En Estados Unidos, la administración Trump ha entregado un cheque de 1.200 dólares a todas las personas que ganen menos de 75.000 dólares anuales y que hayan pagado impuestos en 2019. Quienes no pagaron impuestos y ganen menos de 2.500 euros, o sea las más pobres, recibieron sólo 600 dólares.
Sin embargo, esa ayuda, que ni siquiera es generosa con los más pobres, esconde algunas condiciones que deja bien claro la diferencia de trato que reciben los estadounidenses según su condición social. Así, aunque en principio no es legal, muchos bancos han empezado a embargarla a quienes tienen deudas. Y, lo que es peor, Trump ha aprovechado la norma legal de ayudas para hacer frente al coronavirus para dar todavía más beneficios a los ricos por medio de exenciones fiscales. Por ejemplo, disminuyendo los tipos para las personas individuales del 39,6% al 37% y el de las empresas del 35% al 21%, además de darles a éstas últimas diversas facilidades para disminuir su carga fiscal por otras vías.
Un comité del Congreso de Estados Unidos que evalúa la política impositiva (el Joint Tax Committee) ha calculado que el 80% de la ayuda total aprobada va a ir a parar a las 43.000 personas que ganan más de un millón de dólares, las cuales van a disfrutar de una ayuda media de 1,6 millones frente a los 1.200 del resto. Trump se ha gastado más en ayudarles con esa exención que lo que ha dedicado a todos los hospitales de Estados Unidos en plena emergencia sanitaria (datos aquí).
Por otro lado, las compras masivas de títulos que viene haciendo la Reserva Federal representan un beneficio inmediato para los grandes tenedores y fondos de inversión que han visto cómo subían sobre la marcha las cotizaciones de sus títulos o que han hecho grandes negocios comprando y vendiendo rápidamente. Sólo Citibank ha ganado 100 millones de dólares en una sola operación, comprando títulos de un fondo que estaba cayendo para venderlos inmediatamente a la Reserva Federal.
En Estados Unidos, la encuestas muestran que el 77% de los votantes demócratas y el 53% de los republicanos están a favor de que haya impuestos más elevados para los ricos. Sin embargo, lo que allí se viene haciendo, como en casi todo el mundo, es lo contrario: en 2018, la tasa impositiva de las 400 personas más ricas fue del 28%, la más baja de todos los grupos sociales y de todos los tiempos.
Naturalmente, los confictos de intereses no tienen que ver sólo con la clase social sino también con la raza o el sexo. Las mujeres, por ejemplo, trabajan mucho más que los hombres en épocas de crisis y pierden más ingresos, como le ocurre a las personas de color o inmigrantes.
¿Todo esto no es un conflicto se intereses? ¿de verdad creen ustedes que no hay una lucha de intereses en nuestras sociedades?
¿A quién beneficia y a quién no que desaparezca las sanidad universal, que las pensiones sean privadas o que los impuestos a los ricos bajen 15 puntos, como preconiza Voz aquí o aquí? ¿Quién pagaría al final la bajada de impuestos que propone el Partido Popular para luchar contra la crisis del Covid-19, aquí?
Las investigaciones que viene realizando el profesor Iago Santos demuestran que menos de 1.500 personas controlan en España recursos por valor del 80% del PIB.
¿De verdad que puede creerse que cuando esos promotores y constructores, banqueros, grandes empresarios, rentistas… hablan de hacer lo que conviene a España lo están haciendo en nombre de los intereses generales?
Uno de los financieros más ricos y poderosos del mundo, Warren Buffet, dio claramente la respuesta a esa pregunta: «Hay luchas de clases y los ricos la estamos ganando».
Juan Torres
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* Juan Torres es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla
* Crónica agradece al autor poder compartir sus opniones con nuestros lectores
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