Por un lado, ha puesto los tipos de interés a cero y, por otro, realizará compras de activos en las bolsas por valor de 700.000 millones de dólares.
¿Para qué servirá esto y para qué no?
La nueva bajada de tipos de interés no aporta casi nada. Teóricamente, persigue que la financiación sea más barata para las empresas y hogares y que así no se derrumbe el gasto en consumo e inversión.
Pero en las actuales circunstancias, y con los tipos ya por los suelos, será una medida bastante inútil.
Las empresas bajarán la inversión por la expectativa de caída de las ventas y de los beneficios en una posible nueva fase de recesión y por los efectos del coronavirus. Y los hogares por la pérdida de ingresos, de movilidad y por el temor a que vengan tiempos peores.
Con tipos más bajos, los bancos deben dar más créditos para obtener la misma rentabilidad y eso, si es que ocurre, empeorará su solvencia.
Y, en todo caso, hay que tener en cuenta que los tipos a cero son los de referencia, los que aplique la Reserva Federal a sus operaciones con la banca privada. Pero esta última luego presta a los tipos de mercado que son bastante más elevados. Sobre todo, los de operaciones que dirigidas a las empresas y hogares en mayores dificultades y, por tanto, con más riesgo de provocar fallidos.
Poner a cero los tipos de referencia en medio de una emergencia sanitaria y cuando no se tiene seguridad de que los bancos trasladen la mayor liquidez a la economía productiva, sino a mejorar su balance, es como tratar de empujar con una cuerda o tratar de salir uno mismo de un hoyo tirándose de los pelos. Es imposible.
Por otro lado, gastarse 700.000 millones de dólares en comprar activos sí va a tener efectos inmediatos y muy claros: salvar el patrimonio de los grandes poseedores de acciones y bonos, es decir de las grandes empresas y de las personas más ricas del planeta.
Desde 2008, realizando periódicamente estas compras, la riqueza del 10% de los hogares más ricos ha subido unas 115 veces más que la del 10% más pobre. Y es lógico.
En los últimos años, las grandes empresas han obtenido beneficios extraordinarios que han dedicado en buena parte a comprarse sus propias acciones o activos financieros de todo tipo, y los bancos centrales han ido comprando títulos sin parar. Los algoritmos que dominan casi el 70% de las operaciones de compra y venta y que están programados solo para lograr ganancias especulativas han hecho el resto. Y la consecuencia de todo eso ha sido que las cotizaciones se hayan disparado. Cuando las cosas han empezado a cambiar y las burbujas se desinflaban, el pánico hizo de las suyas y los inversores han reclamado que la Reserva Federal intervenga para evitar el derrumbe.
Mi previsión es que esta intervención y las que seguirán van a producir efectivamente una recuperación de las bolsas. Incluso es posible que una nueva onda súper alcista. Pero si en el futuro inmediato reaparecieran nuevas chispas de inestabilidad (¿alguien se atreve a descartar algo así?), el remedio será peor que la enfermedad y se produciría un cataclismo histórico.
Es verdad que las medidas de ayer no son las únicas excepcionales. El gobierno de Trump había reducido el presupuesto dedicado a combatir pandemias y en Estados Unidos hay 34 millones de personas que no cobran si se dan de baja, otros 30 millones sin seguro médico, 500.000 sin hogar y 2,2 millones en cárceles con condiciones higiénicas regulares. Eso hace que la extensión de la pandemia pueda ser allí extraordinaria y mucho peor de lo que se está diciendo. De ahí que se haya tenido que anunciar que se multiplicarán gratuitamente las pruebas y algunas ayudas a las personas y empresas, pero es tarde y las ayudas son de momento insuficientes. Desde luego, mucho menores que las que van a recibir los grandes inversores y los bancos.
Para evitar el desplome de las economías se necesita poner selectivamente el dinero en los bolsillos de la gente afectada y en la caja de las empresas, y recuperar el flujo en los procesos económicos básicos, en la producción, la distribución y el consumo. Y eso ni lo van a hacer bancos que lógicamente buscan su propia rentabilidad, ni los grandes inversores que van a recuperar su riqueza cuando le compren sus activos depreciados.
Hace faltan ayudas directas, hace falta una banca pública que se encargue de proporcionar esa financiación extraordinaria en situaciones de emergencia y un estímulo fiscal y productivo gigantesco, de la misma proporción del desastre que se avecina.
La Reserva Federal lo ha dejado claro, como ya pasó en la Gran Recesión: la bolsa es antes que la vida y los ricos van primero.
Lleva razón el presidente Trump cuando, después de anunciarse estas medidas, dijo que «Los mercados deben estar muy contentos». Los mercados sí, la gente normal y corriente no.
En Europa, mientras tanto, se reúne hoy el Eurogrupo. Mañana comentaremos lo que se acuerda, aunque lo que se sabe no nos permite ser optimistas.
Juan Torres
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* Juan Torres es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla
* Crónica agradece al autor poder compartir sus opniones con nuestros lectores
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