Una de las mejores cosas que ha traído a España el ciclo político nacido en las plazas hace ya casi nueve años es que reivindicaciones clave pero hasta entonces muy marginales saltaron, aún modestamente, a la agenda pública. Se rompieron tabúes importantes para el avance de programas de mejora social; entre ellos, el de la reducción de la jornada laboral.
Es un avance sustantivo que dentro de la izquierda haya consenso en incluir la reducción de jornada entre las reivindicaciones y programas. Entre otras cosas, es una medida fundamental e insustituible para afrontar uno de nuestros mayores retos: reorganizar el sistema de cuidados. La forma en la que actualmente distribuimos la ingente cantidad de cuidados que precisamos está en la base de gran parte de nuestros problemas individuales y colectivos. El concepto de régimen de bienestar nos sirve precisamente para analizar cómo cada sociedad reparte estos trabajos entre el Estado (servicios públicos, fundamentalmente), el mercado (para quien pueda pagarlo) y las familias.
Los manuales dicen familias, pero la economía feminista desvela el cinismo del eufemismo: en realidad, son muy mayoritariamente las mujeres quienes, de forma invisible, no remunerada y sin derechos asociados se responsabilizan de estos trabajos en los hogares. Esto sigue siendo así también en países como España: según los últimos datos disponibles del Instituto Nacional de Estadística, las mujeres dedican a tareas domésticas y familiares más del doble del tiempo que los hombres.
Este reparto tan desequilibrado del trabajo de cuidados es la contrapartida de la también descompensada participación laboral de las mujeres. Nuestro mercado laboral es dual, con un comportamiento claramente diferenciado por género, y el principio rector que permite explicar esta dualidad es precisamente la asimétrica responsabilidad de cuidado que asumimos hombres y mujeres. Tiempo parcial (con ingresos y derechos recortados), excedencias, renuncia a promociones, abandono definitivo del mercado laboral son las fórmulas que el sistema actual deja a las mujeres para que concilien el empleo con sus responsabilidades familiares. La brecha salarial en España ronda el 20%, pero todavía es más elocuente la brecha de pensiones (que recoge el efecto no sólo de menores salarios, sino también las lagunas de cotización o tiempo parcial), que roza el 40%. Cómo repartimos el trabajo de los cuidados es la razón fundamental para la inserción subalterna de las mujeres en el mercado laboral, y ésta es la principal causa de la desigualdad económica entre hombres y mujeres. Dicha desigualdad económica, como sabemos, está en la raíz de otros muchos males.
Reducir la jornada laboral, permitiendo jornadas a tiempo completo más cortas, es necesario para avanzar hacia un modelo en el que nadie tenga que renunciar a ingresos y derechos básicos para cuidar, ni nadie tenga que desentenderse de sus responsabilidades de cuidados para lograrlos. Un reparto equitativo del trabajo en el interior de los hogares sólo es posible rompiendo la dualidad de hombre sustentador, que provee de ingresos, y mujer cuidadora, que se responsabiliza de la mayor parte del cuidado a costa de sus propios derechos e ingresos. Jornadas laborales diarias más cortas no son suficientes por sí solas2, pero sí son necesarias para avanzar en esta dirección.
Una dirección, la de la corresponsabilidad, que no sólo beneficia a las mujeres con familiares a su cargo, sino a toda la sociedad: al conjunto de mujeres, porque todas sufren discriminación laboral basada en la norma social según la cual somos las responsables del cuidado (¿piensa usted quedarse embarazada próximamente?); a los hombres, que no tienen condiciones materiales para hacerse cargo de sus responsabilidades de cuidados; y a las criaturas, que merecen no sólo recibir cuidados de calidad, sino también pasar tiempo suficiente con sus familiares.
El asunto de repartir mejor los cuidados es imperioso si bien, en realidad, jornadas laborales más cortas que permitan racionalizar los horarios y los tiempos son necesarias en general para mejorar la calidad de vida. El descanso, el ocio, la salud física y emocional son incompatibles con la mayor parte de las jornadas a tiempo completo actuales. Pero también con llevar en solitario las tareas de cuidados de un hogar, dedicarse profesionalmente al empleo doméstico en las malas condiciones actualmente vigentes, o estar en (angustiosa) situación de desempleo.
En definitiva, reducir la jornada laboral a tiempo completo, consiguiendo así repartir el empleo y el trabajo de cuidados de forma equitativa presenta ventajas evidentes. Pero es también importante reflexionar sobre la fórmula concreta para que la medida efectivamente sirva a los objetivos sociales perseguidos. En este sentido, hay dos cuestiones que conviene tener muy en cuenta.
En primer lugar, es imperativo que la reducción de jornada se lleve a cabo sin reducción salarial. Precisamente, la dinámica distributiva de las últimas décadas se ha caracterizado por un avance claro de las rentas del capital frente a las del trabajo, que paulatinamente han ido perdiendo peso relativo (según datos de Ameco, 20 puntos porcentuales de PIB entre 1978 y 2019). Esta dinámica regresiva se ha producido no sólo desde que estalló la última crisis, sino también en el período expansivo previo. Las consecuencias son terribles en términos sociales y, además, lastran una dinámica económica con debilidad crónica de demanda. La reducción de jornada laboral y la consiguiente generación de empleo debieran ser mecanismos al servicio de revertir la tendencia decreciente de las rentas del trabajo. Reducir jornadas manteniendo salarios, sí. En parte porque presumiblemente la reducción de jornada permitirá aumentos de la productividad pero también, y sobre todo, porque es necesario redistribuir rentas a favor del trabajo y corregir la tendencia en curso.
En segundo lugar, resulta también imprescindible que el recorte de jornada redunde en jornadas diarias más cortas. Según se ha explicado, es la única forma de que la reducción revierta en una organización del tiempo más equilibrada, que permita mejoras reales en la calidad de vida y una reorganización equitativa de los cuidados. Un equilibrio de los trabajos y los tiempos sólo es posible con cambios que los afecten de forma estructural. Y la vida sucede todos los días, no sólo los fines de semana.
Últimamente, se ha planteado la idoneidad de formular la reducción de jornada en términos de reducir un día laboral a la semana. El principal argumento es que esta fórmula redundaría en menores desplazamientos, con la consiguiente mejora medioambiental. Enfocar así la reducción de jornada es una mala idea y el argumento insuficiente. Por una parte, avanzar en sostenibilidad ecológica, al igual que en equidad de género, implica cambios que, aunque puedan aplicarse gradualmente, sean estructurales: que trasformen el modelo energético, de movilidad, de producción y de consumo, entre otros. Reducir un día de desplazamiento lograría ciertos beneficios, pero no es un avance en la redefinición ecológica del modelo porque no cambia su estructura. Además, los efectos medioambientales logrados, en todo caso, pueden conseguirse por otras vías, como el teletrabajo en las ramas de actividad en las que es posible.
A cambio de un avance tan poco sustancial, reducir un día la semana laborable bloquearía el cambio estructural que necesitamos para avanzar en igualdad y calidad de vida. En economía usamos el concepto de dependencia del camino (path dependency) para explicar cómo las decisiones y pasos dados en el pasado restringen las opciones futuras. Y este es un caso de libro: reducir un día la semana laboral es muy mala idea porque, de lograrse, sería ya muy difícil (¿imposible?) lograr la necesaria reducción de jornada diaria. La mejora que conseguiríamos en términos medioambientales sería parcial y podría haberse conseguido por otra vía. Es un caso ejemplar de cómo dar un paso en la dirección equivocada puede alejarnos muchos pasos del punto de destino.
La reducción de la jornada es una pieza imprescindible y estratégica dentro del puzle global de cambios que han de aplicarse para cambiar el modelo económico, y hacerlo transitar hacia otro más sostenible y equitativo. Pero es importante concebir esta reivindicación desde una perspectiva amplia, que defina claramente cuáles son las prioridades de los cambios que perseguimos, que dibuje con nitidez la dirección en la que hay que avanzar, identifique el papel de las políticas públicas en dicho avance y garantice la necesaria coherencia entre los distintos ámbitos de intervención. Ninguna medida, ésta tampoco, puede pensarse aisladamente, sino como parte de una estrategia clara y global. La sostenibilidad ecológica y social son las brújulas imprescindibles; el mapa hay que dibujarlo con mirada larga y precisión.
Bibiana Medialdea es economista y
Profesora titular-investigadora en la Universidad Complutense
Doctora en Ciencias Económicas. También imparte docencia como profesora invitada en el Máster en Políticas Públicas y Sociales... estuvo en el 15M* artículo publicado en octubre de 2019
* Nombrada Directora General de Consumo por el Ministro de Consumo Alberto Garzón
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