Hace unos meses me pidieron un artículo para un libro sobre Derechos y Ciudadanía. Finalmente el proyecto no salió, pero el artículo está escrito. Lo dejo por aquí aprovechando que estamos en el mes del Orgullo. No exagero si afirmo que la aprobación en 2005 de la reforma del Código Civil en materia de matrimonio para abrirlo a las parejas del mismo sexo ha sido una auténtica revolución social y cultural a la que no es posible restar importancia; una transformación radical en la consideración social de la homosexualidad y uno de los cambios culturales más importantes que han sucedido en este país en las últimas décadas. Doce años después de aquel logro del activismo LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales), trabajado minuciosamente durante décadas, la mayor parte de la sociedad lo acepta con completa normalidad y la mayoría de los países democráticos han emprendido el mismo camino. También los partidos políticos han asumido que este derecho está completamente incorporado a lo que la mayoría de la gente concibe como un estándar democrático básico y, de manera más o menos abierta, más o menos rápida y más o menos sincera, han pretendido no quedarse fuera de eso que hoy diríamos que es sentido común mayoritario.
Ya hay una generación de españoles que ha nacido pensando que lo normal es que gays y lesbianas puedan casarse si así lo desean y, sobre todo, pensando que lo extraordinario sería que no pudieran hacerlo. Hoy día eso lo defiende incluso la derecha, que celebra sus bodas homosexuales con normalidad y asiste a ellas, incluso, un señor tan sumamente conservador como Mariano Rajoy. Sin embargo, sería un error olvidar que la conversión de la derecha —además de mucho más reciente de lo que se cree— no es, en realidad, sincera. La lucha por la igualdad LGTB se ha llevado a cabo frente al pensamiento reaccionario (aunque oportunista) que anida en el seno del PP y que los llevan a seguir paralizando las leyes contra la LGTBfobia allí donde tienen que aplicarlas o aprobarlas. Su reciente conversión es superficial y estratégica, y su historia en relación con las reivindicaciones históricas del activismo LGTB ha sido siempre la de constituirse en un muro frente a cualquier avance, así como en apoyo de la ideología de la Iglesia católica en lo relativo a esto.
En este sentido, la gran victoria para el activismo LGTB no fue, en realidad, la aprobación de una norma que nos igualaba legalmente,[1] sino que, al contrario, dicha ley fue consecuencia del verdadero éxito, que no es otro que haber conseguido, en muy poco tiempo, cambiar el sentido común mayoritario respecto a la legítima existencia de una minoría sin poder social, estigmatizada desde hace milenios, marginada social y legalmente en la mayor parte del mundo, perseguida y objeto de injuria permanente; y hacerlo, además, en uno de los países europeos en los que la Iglesia ha tenido más poder político y social y en el que el machismo institucional fue un pilar del régimen durante la dictadura franquista. La aprobación de esta ley significó un cambio cultural muy profundo porque supuso, por una parte, la legitimación de la existencia homosexual, pero también la posibilidad de transformar una institución fundacional del patriarcado como es el matrimonio y, con ello, la capacidad para sacudir, aunque sea levemente, un sistema basado en la heteronorma sancionada legalmente.[2]
Este simple cambio legal, que afectó a unas pocas frases del Código Civil, ha tenido una importante capacidad performativa que trascendió, con mucho, la reivindicación concreta de las personas LGTB. La posibilidad de la injuria quedó formalmente desactivada (aunque para la desactivación absoluta de la LGTBfobia aún tenga que transcurrir más tiempo) y se produjo, así, un cambio cultural que supuso una ampliación de las posibilidades de felicidad y libertad de mucha gente. Si bien al principio hubo gente que no entendió lo desestabilizador que era el matrimonio igualitario para la propia institución (ya que subvierte completamente su sentido), quien sí lo entendió con meridiana claridad fue la derecha que, en realidad, siempre tuvo razón en sus miedos. Cuando afirmaban que abrir el matrimonio a las parejas del mismo sexo supondría desnaturalizarlo, estaban en lo cierto; ahora podemos decirlo. Por eso, porque ellos entendían el potencial desestabilizador de este cambio, se opusieron con todas sus fuerzas a perder lo que sin duda era un privilegio, un privilegio de la heterosexualidad sobre cualquier otra forma de organizar la sexualidad, la filiación y la familia. Y por eso fue, y está siendo, tan difícil.
Aunque hoy todos los partidos, incluso los de la derecha, pretendan borrar de su pasado la feroz resistencia que opusieron a ese cambio, lo cierto es que dicha resistencia existió de manera continuada desde los años setenta, como vamos a ver a continuación, y los y las activistas nos sentimos muy solos hasta finales de los noventa, cuando algunos partidos de izquierdas comenzaron a hacerse eco de nuestras reivindicaciones. El Partido Popular se resistió con uñas y dientes hasta el último minuto e, incluso, cuando la cuestión ya estaba en el Parlamento, no se abstuvo de pretender humillarnos y ridiculizarnos. Finalmente, su transformación actual es meramente cosmética: parece asumir el cambio mientras que, al mismo tiempo, dificulta, ralentiza y continúa promocionando la LGTBfobia en todas sus manifestaciones.
La historia de las reivindicaciones LGTB en España desde el final de la dictadura se puede dividir en dos grandes periodos. El primero, hasta finales de los años ochenta, en un contexto de lucha a favor de la derogación de las leyes represivas y de la legalización de las organizaciones LGTB y, el segundo, desde entonces hasta 2005, cuando tuvo lugar la lucha por conseguir una legislación igualitaria en lo referente al matrimonio y a la familia. En medio de estos dos periodos encontramos el sida. Y desde 2005 hasta la actualidad, la lucha es contra la LGTBfobia en todas sus formas, una lucha a la que de ningún modo se ha sumado la derecha.
Hasta la dictadura franquista, la homosexualidad en España se vivía como en el resto de Europa: potente homofobia social y posibilidad de llevar adelante la vida entre cierta indiferencia, dependiendo de diversos factores como la visibilidad, la clase social, la profesión, etcétera. La Guerra Civil significó un cambio, ya que cualquier contienda bélica excita siempre la homofobia y el machismo. El general Queipo de Llano marcó el tono cuando dijo: «Todo afeminado o invertido que calumnie nuestro movimiento debe morir como un perro», y después el franquismo identificó identidad nacional con moral católica, determinando para ello que fuera la Iglesia la que fijara los límites de lo permitido y de lo prohibido en todo lo referente a la sexualidad.[3] El comportamiento homosexual, o su mera visibilidad, estaban incluidos en el cajón de sastre de la represión contra el llamado «escándalo público», que permitía sancionar arbitrariamente cualquier cosa que la autoridad determinase que constituía un escándalo. Posteriormente, en 1954 la homosexualidad fue incorporada en la Ley de Vagos y Maleantes, otro cajón de sastre que permitía incluir cualquier comportamiento que se considerase antisocial o desviado de la norma. Dicho esto, y al contrario de lo que se suele pensar, el franquismo no puso al principio un énfasis excesivo en la represión legal de la homosexualidad, simplemente porque no hacía falta. La represión social y policial era lo suficientemente brutal como para que no fuese necesario un refuerzo legal de dicha represión; cualquiera podía ser considerado «maleante» y acabar en la cárcel.
No obstante, en la década de los años setenta España comenzó a abrirse al exterior. El turismo masivo amplió el foco de lo que podía pensarse o verse y, sobre todo, supuso comprobar que España era una excepción en Europa, que esa realidad negra en la que estábamos instalados no era tan negra más allá de nuestras fronteras. Los y las turistas no trajeron solo los bikinis; o, más concretamente, los bikinis no eran solo un traje de baño, sino que eran, en realidad, toda una declaración de principios con relación a otras maneras de vivir el cuerpo, la sexualidad, las relaciones entre hombres y mujeres… la libertad, en definitiva.
Además, esa misma década en la que el turismo aparecía masivamente por aquí fue aquella en la que, en Europa y en Estados Unidos, el activismo LGTB (y feminista) comenzó su lucha por la igualdad y el reconocimiento, una lucha que acabaría transformando las costumbres sociales y sexuales en, al menos, el tercio rico del mundo. Estas nuevas costumbres —que apenas podían entreverse aquí— asustaron no obstante al franquismo, que sospechaba, con razón, que el deseo de libertad de una sociedad no tiene por qué estar organizado políticamente para romper las costuras que lo mantiene preso. Más de treinta años de moral católica institucional habían convertido las costumbres (y no solo las leyes) en una camisa de fuerza; y la mera existencia, en un paisaje gris. La irrupción masiva del turismo enseñó a las mujeres y a las personas homosexuales[4] que otras existencias y otras maneras de vivir el propio cuerpo eran posibles. Esta es la razón por la que la dictadura, a la que ya le quedaba poco tiempo de vida, decidió en 1970 incrementar su legalidad represiva sobre la diversidad sexual con una nueva ley, la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social, a partir de la cual se juzgaron entre 1970 y 1978 a aproximadamente cinco mil homosexuales por el mero hecho de serlo, y de ellos unos mil fueron enviados a prisión.[5]
La oleada represiva que se desencadenó significó también, además del encarcelamiento y la tortura de miles de personas, el nacimiento de incipientes organizaciones políticas homosexuales que trabajaban en la clandestinidad y cuyo objetivo era, precisamente, despenalizar la homosexualidad. Aparte de exigir la derogación de la ley de peligrosidad social, estas organizaciones defendían un ideario cercano al marxismo y a la lucha obrera que planteaba reivindicaciones de liberación sexual para todas las personas. Es importante señalar aquí que, a pesar de la lucha que se mantuvo, la inquina del régimen y de sus herederos contra la homosexualidad fue tal que la ley de peligrosidad social no se derogó tras la aprobación de la Constitución de 1978, como ocurrió con la mayoría de las leyes represivas. Las personas LGTB no tuvieron nada de que alegrarse con la aprobación de una Constitución que no hizo ninguna referencia a la libertad sexual, que no derogó la ley que la reprimía y que tampoco sirvió para que se legalizara ninguna organización homosexual, mientras que sí se legalizaron los partidos políticos y las organizaciones sociales. Por si fuera poco, los presos que estaban en las cárceles por homosexualidad fueron tratados como presos comunes y no se beneficiaron del indulto de 1975 ni de la Ley de Amnistía del 1977. La Constitución, la de la supuesta reconciliación, se aprobó con presos por homosexualidad en las cárceles y sin que se hubiera legalizado ninguna organización LGTB. La homosexualidad era considerada un peligro social y se le negaba cualquier relación con la lucha política.
Conseguir la legalización de las organizaciones políticas homosexuales fue entonces uno de los principales objetivos del incipiente Movimiento de Liberación Homosexual, junto al de la derogación de la ley de peligrosidad social. Tanto Alianza Popular como UCD se negaban a que organizaciones a las que acusaban de propagar conductas inmorales fueran legalizadas. La mayoría de la gente ignora que en este país costó más legalizar la primera organización homosexual que el Partido Comunista. Así de peligrosos nos veían los herederos del franquismo. No fue hasta 1980 cuando, por fin, el Gobierno de UCD legalizó la primera organización homosexual, aunque no fue hasta 1982, con la victoria del PSOE, cuando se levantó la prohibición general que pesaba sobre las organizaciones homosexuales.
Después de esta primera victoria, las fuerzas se concentraron en conseguir la derogación de la ley de peligrosidad social. Recordemos que esta ley no penalizaba solo la homosexualidad, sino que era un poderoso instrumento de control social sobre cualquiera que el sistema concibiese como «desviado» o «antisocial». Entre estos se incluían quienes practicaran la mendicidad, el vandalismo, el tráfico y consumo de drogas, la venta de pornografía, la prostitución, y cualquier otra persona que fuera considerada peligrosa. El Movimiento LGTB logró, como conseguiría luego con la reivindicación del matrimonio, que su defensa de la derogación de esa ley no fuera vista como un asunto que afectaba únicamente a las personas homosexuales, sino como una cuestión de derechos humanos y de derechos civiles.
Por otra parte, respecto a dicha ley conviene recordar que, aunque algunos artículos referidos a la homosexualidad ya habían sido eliminados en 1979 (siempre con la oposición de UCD y de AP), las personas LGTB podían seguir siendo detenidas en virtud de la Ley de Escándalo Público, que siguió en vigor hasta 1989. Así, el 23 de octubre de 1986 dos lesbianas fueron detenidas por besarse frente a la antigua Dirección General de Seguridad (DGS) de la Puerta del Sol. Se las retuvo sin explicación alguna durante dos días, en los cuales se les privó del derecho de defensa. Era 1986 y el motivo de su detención fue un beso.
La oposición que, en esta primera etapa de la lucha (desde el final de la dictadura hasta los años noventa), mostró el establishment político —pero especialmente los herederos del franquismo— no es sino la misma oposición que mostraron después ante la reivindicación del matrimonio igualitario. La derecha siempre ha sido contraria a la posibilidad de que las personas homosexuales y transexuales puedan adquirir un estatus de ciudadanía plena. Su oposición está vinculada a la ideología sexual y familiar de la Iglesia católica y está dirigida contra la normalización social de la diferencia sexual, por más que dentro de su partido algunas personas puedan declararse LGTB desde su atalaya de privilegio, igual que ocurría en el franquismo.
La cuestión de los derechos familiares, de pareja, irrumpió en el escenario político debido al sida. En medio de la crisis humanitaria que provocó esta enfermedad, muchos gays murieron y sus parejas padecieron situaciones indignas ante el completo abandono por parte del Estado. Tuve la oportunidad de ver cómo fallecían personas a las que sus familias habían repudiado por gays y a las que llevaban años sin ver ni apoyar y cómo, una vez producido el deceso, dichas familias aparecían de repente para expulsar al compañero —que había sido marido, amante, enfermero, cuidador— y dejarle sin nada, en ocasiones sin poder siquiera recoger sus cosas personales de la casa común. El sida y sus efectos en la comunidad homosexual provocaron que, de pronto, nos hiciéramos todos viejos, y conllevaron también un cambio radical en los objetivos del activismo. Apareció entonces un tipo de activismo relacionado con el sida, que exigía al Estado que protegiese a las personas enfermas y combatiese la homofobia, que era la causa de un poderoso y destructivo estigma que se extendió por todo el tejido social.[6]
Además de las exigencias relativas a la necesidad del cuidado de las personas enfermas por parte de las instituciones, la epidemia del sida también impulsó a las organizaciones a buscar algún tipo de regularización de los derechos familiares, con la idea de proteger a quienes estaban quedando injustamente desprotegidos. Comenzaron entonces a tener lugar las distintas reivindicaciones de legislaciones de pareja que, poco a poco y en un goteo incesante, se fueron aprobando en diferentes instancias y niveles gracias a partidos de izquierdas y, en algún caso, a la derecha nacionalista, como fue el caso del PNV. PSOE e IU, independientes y partidos nacionalistas fueron aprobando reglamentos y ordenanzas municipales que igualaban a las parejas homosexuales con las heterosexuales, en ámbitos que eran competencia de los Ayuntamientos. Más tarde, se aprobaron algunas leyes autonómicas.
Así pues, durante los primeros años noventa la lucha se centró en conseguir una ley de parejas de ámbito estatal que, por una parte, unificara la cada vez más ingente legislación de ámbito menor (que estaba dispersa y era de naturaleza muy heterogénea) y, por otra, otorgara derechos fundamentales a las personas LGTB, algunos tan básicos como poder decidir el tratamiento médico para la pareja enferma, la custodia de hijos e hijas, el usufructo de los bienes de la pareja fallecida, la herencia o las pensiones. Sin embargo, nada de esto encontró el más mínimo eco en la derecha, que no se movió un milímetro de sus posiciones.
El sida, en todo caso, puso de manifiesto una vez más la homofobia social e institucional, que estaba muy lejos de ser residual. La homofobia que anidaba en los aparatos del Estado, en la Iglesia y en la sociedad en su conjunto se instaló de nuevo en la primera línea. A aquella enfermedad que se llevó tantas vidas por delante se le llamó «cáncer gay» o «castigo divino», y a la comunidad LGTB se la abandonó a su suerte. Solo la propia comunidad organizada pudo empezar a crear las primeras pautas de prevención, solo la propia comunidad se cuidó a sí misma y organizó la resistencia ante los prejuicios y la extrema vulnerabilidad en la que la enfermedad nos situó. Para combatir el sida había que hablar de sexualidad, de homosexualidad y de heterosexualidad, y la sociedad homófoba y pacata tardó mucho en hacerlo, aunque en el camino se perdieron miles de vidas.
La derecha y la Iglesia se han opuesto a todas las campañas de prevención destinadas a salvar vidas. Es doloroso recordar hoy que por no poder hablar de condones se permitiera que enfermara y muriera mucha gente, pero así fue y nadie ha pedido perdón por ello. Y no han cambiado tanto, siguen en el mismo lugar, solo que es la sociedad la que les ha pasado por encima. La derecha, el Partido Popular, asumió sin matices el argumentario de la Iglesia: la mejor prevención del sida es la castidad y las parejas homosexuales no pueden formar familias porque la familia es, sobre todo, una unidad destinada a la procreación. Respecto a esto último, su negativa a considerar siquiera la posibilidad de negociar la ley que necesitábamos, así como su no reconocimiento del Movimiento LGTB como sujeto político, propició un cambio de estrategia que, a la postre, nos llevaría a conseguir aquello con lo que en aquel momento ni siquiera soñábamos: la igualdad legal, el matrimonio igualitario.
Porque durante ese tiempo, a la espera de cualquier avance en el ámbito de los derechos, el Movimiento LGTB estuvo debatiendo internamente acerca de la conveniencia de exigir el matrimonio, el mismo matrimonio al que pueden optar las personas heterosexuales, o de seguir reivindicando una ley de parejas. No hay aquí espacio para profundizar en los matices de ese debate, pero el cambio en la reivindicación tuvo que ver, en primer lugar, con una cuestión estratégica: puesto que el Partido Popular no se movía un milímetro de su posición de negativa a cualquier avance en los derechos LGTB, decidimos que nos moveríamos nosotras y nosotros.[7] A la hora de negociar hay que dejar siempre un margen para ceder, así que decidimos exigir la igualdad completa y no conformarnos con lo que, en todo caso, algunos ya considerábamos una legislación apartheid, es decir, una legislación especial para la gente LGTB. Es interesante remarcar que el activismo LGTB español no se sintió nunca (o no de manera mayoritaria) preocupado por el tema de la identidad, algo que, sin embargo, sí fue un asunto recurrente en algunos países anglosajones. La lucha por el matrimonio en nuestro país se hizo en nombre de la igualdad y de los derechos civiles y, en mi opinión, esto fue uno de los aspectos que favorecieron el hecho de que pronto gozáramos de una simpatía social que no dejó de crecer. Explicamos nuestra posición y conseguimos convencer a la mayoría de que no se trataba de una reivindicación particular de gays y lesbianas, sino de una batalla por ensanchar los márgenes de la libertad de todas las personas; pues legislaciones específicas, como por ejemplo la unión civil o cualquier ley de parejas, no dejaban de ser legislaciones que rehuían la verdadera igualdad. Decidimos, por tanto, dar un salto adelante y exigir un acceso pleno al matrimonio, a la igualdad.
Ni siquiera el PSOE asumía esta posición al principio; de hecho, no lo hizo hasta la llegada a la Secretaría General de Rodríguez Zapatero. En todo caso, el Movimiento LGTB fue valiente y se lanzó con una reivindicación de máximos (en lugar de una de mínimos), porque esperábamos que al hacerlo la derecha se viera obligada a negociar la ley de parejas, la cual creíamos que íbamos a conseguir finalmente. Pero la derecha no lo hizo hasta que fue demasiado tarde y, gracias a su torpeza, perdió esa batalla que ellos consideraban fundamental, dado que durante los quince años en los que estuvimos reivindicando el matrimonio —sin que el Partido Popular se moviera un centímetro de los argumentos de la Iglesia— conseguimos que la sociedad española entendiera que la igualdad no admite parcelaciones y logramos generalizar el concepto de «matrimonio igualitario». Conseguimos, además, que la sociedad lo viviera como una cuestión de ampliación de derechos y libertades; de igualdad, en definitiva. La negativa del PP a cualquier legislación, incluso de mínimos, nos permitió saltar por encima, exigir lo máximo y ganar la batalla por incomparecencia del adversario. El PP pareció darse cuenta del error solo cuando la sociedad española y la mayoría de los partidos apoyaban ya el matrimonio igualitario, y pretendió entonces ofrecernos una ley de parejas como mal menor. Por primera vez se dignó a considerarnos como interlocutores válidos y llegamos, incluso, a mantener una reunión secreta en el Palacio de la Moncloa con un asesor de Aznar que nos propuso llevar al Parlamento una ley de parejas tal y como pedíamos veinte años atrás, pero respondimos que ya era tarde. No estamos hablando de los años ochenta, hablamos de la década del 2000.
Cuando la ley de matrimonio comenzaba su trámite parlamentario, el PP entró por fin en el debate y lo hizo con un arsenal de LGTBfobia del que muy pocos meses después renegaría. Así, afirmó de manera reiterada que «lo que no es igual no se puede llamar igual» y mantuvo públicamente argumentos propios de los años ochenta. Parecía que el tiempo no había pasado para el partido de derechas, que se había convertido, como de costumbre, en portavoz de los argumentos más conservadores, algo que demostró con creces cuando decidió enviar a dirigentes de primer nivel a la manifestación convocada por la Iglesia el 18 de junio de 2005 para mostrar su oposición radical a la modificación del Código Civil y, sobre todo, para permitirse sacar a la calle toda la homofobia y la transfobia social que aún existía (y existe) y que estaba siendo rápidamente deslegitimada. Aquella manifestación, de la que hoy la mayoría de los que asistieron quisieran borrar su foto, existió; igual que existieron los insultos, la humillación pública o la equiparación de la homosexualidad con la pederastia. Allí estaban desfilando quienes, muy pocos años después, se han puesto en la cabecera de la manifestación del Día del Orgullo Gay. Era el año 2005. La asistencia a esa manifestación no fue un error de cálculo por parte del PP, no acudieron a una manifestación que después se les fue de las manos, no. Y no fue así porque ese mismo mes de junio, apenas unas semanas antes de la aprobación en el Pleno del Congreso de la reforma del Código Civil, se convocó una sesión de expertos en el Senado para discutir sobre la idoneidad de que las parejas del mismo sexo pudieran adoptar hijos o hijas. De entre los varios expertos y expertas convocados por todos los partidos, los dos del PP no solo fueron los únicos que se mostraron radicalmente en contra de dicha posibilidad, sino que hicieron afirmaciones que parecían sacadas de los tiempos más oscuros de la ley de peligrosidad social, como cuando afirmaron que la homosexualidad era una psicopatía, que los gays eran producto de padres alcohólicos y hostiles y madres sobreprotectoras, o que las niñas lesbianas son fácilmente reconocibles porque son más propensas al ejercicio físico. Sin embargo, la sociedad española ya no estaba en eso y los dos comparecientes llamados por el Partido Popular provocaron escándalo y burla a partes iguales, lo que obligó a ese partido a pedir perdón públicamente. Apenas un mes después se aprobó la ley de reforma del Código Civil en materia de matrimonio, lo cual supuso terminar con la desigualdad ante la ley e implicó también una revolución en una institución milenaria, cuyo objetivo desde su origen era, precisamente, asegurar la primacía de la heterosexualidad sobre cualquier otra forma de organización familiar y social.
Nos habíamos convertido en un ejemplo para muchas democracias y para el activismo LGTB de gran parte del mundo. Aquella ley supuso que España se situara a la vanguardia en materia de defensa de los derechos civiles, algo inusitado para un país como el nuestro y con nuestra historia. En realidad, ganamos a la derecha y a los sectores más retrógrados de la Iglesia. Muy pocos años después, el PP buscaba ponerse en la cabecera del Día del Orgullo, pero lo hacía al mismo tiempo que paralizaba cualquier legislación que buscara combatir la LGTBfobia social. Esta es una derecha que tolera, e incluso celebra, las manifestaciones individuales de homosexualidad, siempre que no estén relacionadas con la igualdad social o que no pretendan ser críticas con el supuesto derecho de la Iglesia de continuar educando en la desigualdad sexual, la homofobia y la transfobia. La lucha por la igualdad legal no fue el final de nada, como a veces se cree, sino el principio desde el cual, una vez conseguido un marco legal indispensable, podemos dedicarnos a trabajar por la igualdad social, mucho más complicada de alcanzar.
[1] Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio. (Nota de la editora).
[2] Sobre la capacidad subversiva del matrimonio igualitario, véase: Gimeno, B.: «La institución matrimonial después del matrimonio homosexual. ¿Seguimos hablando de lo mismo?», 8 de diciembre de 2009, disponible en <https://beatrizgimeno.es/2009/12/08/la-institucion-matrimonial-despues-del-matrimonio-homosexual-%C2%BFseguimos-hablando-de-lo-mismo/>. [Consulta: 25 de abril de 2018].
[3] Para seguir el orden cronológico de la historia, he consultado el libro de Calvo, K.: ¿Revolución o reforma? La transformación de la identidad política del movimiento LGTB en España, 1970-2005, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2017.
[4] Decir «personas LGTB» sería un anacronismo. Entonces no se hablaba de transexualidad y de bisexualidad como identidades separadas de la homosexualidad.
[5] Para rescatar la memoria de estas personas que fueron a la cárcel por homosexualidad surgió y sigue luchando la Asociación de Ex-Presos Sociales de España, que ya ha conseguido que la Ley de Memoria Histórica las incluyera y les ofreciera una reparación económica.
[6] En Estados Unidos y Francia dicho activismo lo encarnaron grupos como Act Up. En España, el grupo que mejor representó este activismo fue la Radical Gay.
[7] Hice un resumen de la estrategia política seguida por el Movimiento LGTB en «Estrategias de acción y organizativas del movimiento LGTB; conquistas jurídicas: el caso del matrimonio igualitario», publicado en VV. AA.: Más allá de lo imposible. La dimensión política de los derechos humanos en el siglo XXI, Tafalla, Txalparta, 2016. Este capítulo sería la continuación de este que ahora escribo.
Ya hay una generación de españoles que ha nacido pensando que lo normal es que gays y lesbianas puedan casarse si así lo desean y, sobre todo, pensando que lo extraordinario sería que no pudieran hacerlo. Hoy día eso lo defiende incluso la derecha, que celebra sus bodas homosexuales con normalidad y asiste a ellas, incluso, un señor tan sumamente conservador como Mariano Rajoy. Sin embargo, sería un error olvidar que la conversión de la derecha —además de mucho más reciente de lo que se cree— no es, en realidad, sincera. La lucha por la igualdad LGTB se ha llevado a cabo frente al pensamiento reaccionario (aunque oportunista) que anida en el seno del PP y que los llevan a seguir paralizando las leyes contra la LGTBfobia allí donde tienen que aplicarlas o aprobarlas. Su reciente conversión es superficial y estratégica, y su historia en relación con las reivindicaciones históricas del activismo LGTB ha sido siempre la de constituirse en un muro frente a cualquier avance, así como en apoyo de la ideología de la Iglesia católica en lo relativo a esto.
En este sentido, la gran victoria para el activismo LGTB no fue, en realidad, la aprobación de una norma que nos igualaba legalmente,[1] sino que, al contrario, dicha ley fue consecuencia del verdadero éxito, que no es otro que haber conseguido, en muy poco tiempo, cambiar el sentido común mayoritario respecto a la legítima existencia de una minoría sin poder social, estigmatizada desde hace milenios, marginada social y legalmente en la mayor parte del mundo, perseguida y objeto de injuria permanente; y hacerlo, además, en uno de los países europeos en los que la Iglesia ha tenido más poder político y social y en el que el machismo institucional fue un pilar del régimen durante la dictadura franquista. La aprobación de esta ley significó un cambio cultural muy profundo porque supuso, por una parte, la legitimación de la existencia homosexual, pero también la posibilidad de transformar una institución fundacional del patriarcado como es el matrimonio y, con ello, la capacidad para sacudir, aunque sea levemente, un sistema basado en la heteronorma sancionada legalmente.[2]
Este simple cambio legal, que afectó a unas pocas frases del Código Civil, ha tenido una importante capacidad performativa que trascendió, con mucho, la reivindicación concreta de las personas LGTB. La posibilidad de la injuria quedó formalmente desactivada (aunque para la desactivación absoluta de la LGTBfobia aún tenga que transcurrir más tiempo) y se produjo, así, un cambio cultural que supuso una ampliación de las posibilidades de felicidad y libertad de mucha gente. Si bien al principio hubo gente que no entendió lo desestabilizador que era el matrimonio igualitario para la propia institución (ya que subvierte completamente su sentido), quien sí lo entendió con meridiana claridad fue la derecha que, en realidad, siempre tuvo razón en sus miedos. Cuando afirmaban que abrir el matrimonio a las parejas del mismo sexo supondría desnaturalizarlo, estaban en lo cierto; ahora podemos decirlo. Por eso, porque ellos entendían el potencial desestabilizador de este cambio, se opusieron con todas sus fuerzas a perder lo que sin duda era un privilegio, un privilegio de la heterosexualidad sobre cualquier otra forma de organizar la sexualidad, la filiación y la familia. Y por eso fue, y está siendo, tan difícil.
Aunque hoy todos los partidos, incluso los de la derecha, pretendan borrar de su pasado la feroz resistencia que opusieron a ese cambio, lo cierto es que dicha resistencia existió de manera continuada desde los años setenta, como vamos a ver a continuación, y los y las activistas nos sentimos muy solos hasta finales de los noventa, cuando algunos partidos de izquierdas comenzaron a hacerse eco de nuestras reivindicaciones. El Partido Popular se resistió con uñas y dientes hasta el último minuto e, incluso, cuando la cuestión ya estaba en el Parlamento, no se abstuvo de pretender humillarnos y ridiculizarnos. Finalmente, su transformación actual es meramente cosmética: parece asumir el cambio mientras que, al mismo tiempo, dificulta, ralentiza y continúa promocionando la LGTBfobia en todas sus manifestaciones.
La historia de las reivindicaciones LGTB en España desde el final de la dictadura se puede dividir en dos grandes periodos. El primero, hasta finales de los años ochenta, en un contexto de lucha a favor de la derogación de las leyes represivas y de la legalización de las organizaciones LGTB y, el segundo, desde entonces hasta 2005, cuando tuvo lugar la lucha por conseguir una legislación igualitaria en lo referente al matrimonio y a la familia. En medio de estos dos periodos encontramos el sida. Y desde 2005 hasta la actualidad, la lucha es contra la LGTBfobia en todas sus formas, una lucha a la que de ningún modo se ha sumado la derecha.
Hasta la dictadura franquista, la homosexualidad en España se vivía como en el resto de Europa: potente homofobia social y posibilidad de llevar adelante la vida entre cierta indiferencia, dependiendo de diversos factores como la visibilidad, la clase social, la profesión, etcétera. La Guerra Civil significó un cambio, ya que cualquier contienda bélica excita siempre la homofobia y el machismo. El general Queipo de Llano marcó el tono cuando dijo: «Todo afeminado o invertido que calumnie nuestro movimiento debe morir como un perro», y después el franquismo identificó identidad nacional con moral católica, determinando para ello que fuera la Iglesia la que fijara los límites de lo permitido y de lo prohibido en todo lo referente a la sexualidad.[3] El comportamiento homosexual, o su mera visibilidad, estaban incluidos en el cajón de sastre de la represión contra el llamado «escándalo público», que permitía sancionar arbitrariamente cualquier cosa que la autoridad determinase que constituía un escándalo. Posteriormente, en 1954 la homosexualidad fue incorporada en la Ley de Vagos y Maleantes, otro cajón de sastre que permitía incluir cualquier comportamiento que se considerase antisocial o desviado de la norma. Dicho esto, y al contrario de lo que se suele pensar, el franquismo no puso al principio un énfasis excesivo en la represión legal de la homosexualidad, simplemente porque no hacía falta. La represión social y policial era lo suficientemente brutal como para que no fuese necesario un refuerzo legal de dicha represión; cualquiera podía ser considerado «maleante» y acabar en la cárcel.
No obstante, en la década de los años setenta España comenzó a abrirse al exterior. El turismo masivo amplió el foco de lo que podía pensarse o verse y, sobre todo, supuso comprobar que España era una excepción en Europa, que esa realidad negra en la que estábamos instalados no era tan negra más allá de nuestras fronteras. Los y las turistas no trajeron solo los bikinis; o, más concretamente, los bikinis no eran solo un traje de baño, sino que eran, en realidad, toda una declaración de principios con relación a otras maneras de vivir el cuerpo, la sexualidad, las relaciones entre hombres y mujeres… la libertad, en definitiva.
Además, esa misma década en la que el turismo aparecía masivamente por aquí fue aquella en la que, en Europa y en Estados Unidos, el activismo LGTB (y feminista) comenzó su lucha por la igualdad y el reconocimiento, una lucha que acabaría transformando las costumbres sociales y sexuales en, al menos, el tercio rico del mundo. Estas nuevas costumbres —que apenas podían entreverse aquí— asustaron no obstante al franquismo, que sospechaba, con razón, que el deseo de libertad de una sociedad no tiene por qué estar organizado políticamente para romper las costuras que lo mantiene preso. Más de treinta años de moral católica institucional habían convertido las costumbres (y no solo las leyes) en una camisa de fuerza; y la mera existencia, en un paisaje gris. La irrupción masiva del turismo enseñó a las mujeres y a las personas homosexuales[4] que otras existencias y otras maneras de vivir el propio cuerpo eran posibles. Esta es la razón por la que la dictadura, a la que ya le quedaba poco tiempo de vida, decidió en 1970 incrementar su legalidad represiva sobre la diversidad sexual con una nueva ley, la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social, a partir de la cual se juzgaron entre 1970 y 1978 a aproximadamente cinco mil homosexuales por el mero hecho de serlo, y de ellos unos mil fueron enviados a prisión.[5]
La oleada represiva que se desencadenó significó también, además del encarcelamiento y la tortura de miles de personas, el nacimiento de incipientes organizaciones políticas homosexuales que trabajaban en la clandestinidad y cuyo objetivo era, precisamente, despenalizar la homosexualidad. Aparte de exigir la derogación de la ley de peligrosidad social, estas organizaciones defendían un ideario cercano al marxismo y a la lucha obrera que planteaba reivindicaciones de liberación sexual para todas las personas. Es importante señalar aquí que, a pesar de la lucha que se mantuvo, la inquina del régimen y de sus herederos contra la homosexualidad fue tal que la ley de peligrosidad social no se derogó tras la aprobación de la Constitución de 1978, como ocurrió con la mayoría de las leyes represivas. Las personas LGTB no tuvieron nada de que alegrarse con la aprobación de una Constitución que no hizo ninguna referencia a la libertad sexual, que no derogó la ley que la reprimía y que tampoco sirvió para que se legalizara ninguna organización homosexual, mientras que sí se legalizaron los partidos políticos y las organizaciones sociales. Por si fuera poco, los presos que estaban en las cárceles por homosexualidad fueron tratados como presos comunes y no se beneficiaron del indulto de 1975 ni de la Ley de Amnistía del 1977. La Constitución, la de la supuesta reconciliación, se aprobó con presos por homosexualidad en las cárceles y sin que se hubiera legalizado ninguna organización LGTB. La homosexualidad era considerada un peligro social y se le negaba cualquier relación con la lucha política.
Conseguir la legalización de las organizaciones políticas homosexuales fue entonces uno de los principales objetivos del incipiente Movimiento de Liberación Homosexual, junto al de la derogación de la ley de peligrosidad social. Tanto Alianza Popular como UCD se negaban a que organizaciones a las que acusaban de propagar conductas inmorales fueran legalizadas. La mayoría de la gente ignora que en este país costó más legalizar la primera organización homosexual que el Partido Comunista. Así de peligrosos nos veían los herederos del franquismo. No fue hasta 1980 cuando, por fin, el Gobierno de UCD legalizó la primera organización homosexual, aunque no fue hasta 1982, con la victoria del PSOE, cuando se levantó la prohibición general que pesaba sobre las organizaciones homosexuales.
Después de esta primera victoria, las fuerzas se concentraron en conseguir la derogación de la ley de peligrosidad social. Recordemos que esta ley no penalizaba solo la homosexualidad, sino que era un poderoso instrumento de control social sobre cualquiera que el sistema concibiese como «desviado» o «antisocial». Entre estos se incluían quienes practicaran la mendicidad, el vandalismo, el tráfico y consumo de drogas, la venta de pornografía, la prostitución, y cualquier otra persona que fuera considerada peligrosa. El Movimiento LGTB logró, como conseguiría luego con la reivindicación del matrimonio, que su defensa de la derogación de esa ley no fuera vista como un asunto que afectaba únicamente a las personas homosexuales, sino como una cuestión de derechos humanos y de derechos civiles.
Por otra parte, respecto a dicha ley conviene recordar que, aunque algunos artículos referidos a la homosexualidad ya habían sido eliminados en 1979 (siempre con la oposición de UCD y de AP), las personas LGTB podían seguir siendo detenidas en virtud de la Ley de Escándalo Público, que siguió en vigor hasta 1989. Así, el 23 de octubre de 1986 dos lesbianas fueron detenidas por besarse frente a la antigua Dirección General de Seguridad (DGS) de la Puerta del Sol. Se las retuvo sin explicación alguna durante dos días, en los cuales se les privó del derecho de defensa. Era 1986 y el motivo de su detención fue un beso.
La oposición que, en esta primera etapa de la lucha (desde el final de la dictadura hasta los años noventa), mostró el establishment político —pero especialmente los herederos del franquismo— no es sino la misma oposición que mostraron después ante la reivindicación del matrimonio igualitario. La derecha siempre ha sido contraria a la posibilidad de que las personas homosexuales y transexuales puedan adquirir un estatus de ciudadanía plena. Su oposición está vinculada a la ideología sexual y familiar de la Iglesia católica y está dirigida contra la normalización social de la diferencia sexual, por más que dentro de su partido algunas personas puedan declararse LGTB desde su atalaya de privilegio, igual que ocurría en el franquismo.
La cuestión de los derechos familiares, de pareja, irrumpió en el escenario político debido al sida. En medio de la crisis humanitaria que provocó esta enfermedad, muchos gays murieron y sus parejas padecieron situaciones indignas ante el completo abandono por parte del Estado. Tuve la oportunidad de ver cómo fallecían personas a las que sus familias habían repudiado por gays y a las que llevaban años sin ver ni apoyar y cómo, una vez producido el deceso, dichas familias aparecían de repente para expulsar al compañero —que había sido marido, amante, enfermero, cuidador— y dejarle sin nada, en ocasiones sin poder siquiera recoger sus cosas personales de la casa común. El sida y sus efectos en la comunidad homosexual provocaron que, de pronto, nos hiciéramos todos viejos, y conllevaron también un cambio radical en los objetivos del activismo. Apareció entonces un tipo de activismo relacionado con el sida, que exigía al Estado que protegiese a las personas enfermas y combatiese la homofobia, que era la causa de un poderoso y destructivo estigma que se extendió por todo el tejido social.[6]
Además de las exigencias relativas a la necesidad del cuidado de las personas enfermas por parte de las instituciones, la epidemia del sida también impulsó a las organizaciones a buscar algún tipo de regularización de los derechos familiares, con la idea de proteger a quienes estaban quedando injustamente desprotegidos. Comenzaron entonces a tener lugar las distintas reivindicaciones de legislaciones de pareja que, poco a poco y en un goteo incesante, se fueron aprobando en diferentes instancias y niveles gracias a partidos de izquierdas y, en algún caso, a la derecha nacionalista, como fue el caso del PNV. PSOE e IU, independientes y partidos nacionalistas fueron aprobando reglamentos y ordenanzas municipales que igualaban a las parejas homosexuales con las heterosexuales, en ámbitos que eran competencia de los Ayuntamientos. Más tarde, se aprobaron algunas leyes autonómicas.
Así pues, durante los primeros años noventa la lucha se centró en conseguir una ley de parejas de ámbito estatal que, por una parte, unificara la cada vez más ingente legislación de ámbito menor (que estaba dispersa y era de naturaleza muy heterogénea) y, por otra, otorgara derechos fundamentales a las personas LGTB, algunos tan básicos como poder decidir el tratamiento médico para la pareja enferma, la custodia de hijos e hijas, el usufructo de los bienes de la pareja fallecida, la herencia o las pensiones. Sin embargo, nada de esto encontró el más mínimo eco en la derecha, que no se movió un milímetro de sus posiciones.
El sida, en todo caso, puso de manifiesto una vez más la homofobia social e institucional, que estaba muy lejos de ser residual. La homofobia que anidaba en los aparatos del Estado, en la Iglesia y en la sociedad en su conjunto se instaló de nuevo en la primera línea. A aquella enfermedad que se llevó tantas vidas por delante se le llamó «cáncer gay» o «castigo divino», y a la comunidad LGTB se la abandonó a su suerte. Solo la propia comunidad organizada pudo empezar a crear las primeras pautas de prevención, solo la propia comunidad se cuidó a sí misma y organizó la resistencia ante los prejuicios y la extrema vulnerabilidad en la que la enfermedad nos situó. Para combatir el sida había que hablar de sexualidad, de homosexualidad y de heterosexualidad, y la sociedad homófoba y pacata tardó mucho en hacerlo, aunque en el camino se perdieron miles de vidas.
La derecha y la Iglesia se han opuesto a todas las campañas de prevención destinadas a salvar vidas. Es doloroso recordar hoy que por no poder hablar de condones se permitiera que enfermara y muriera mucha gente, pero así fue y nadie ha pedido perdón por ello. Y no han cambiado tanto, siguen en el mismo lugar, solo que es la sociedad la que les ha pasado por encima. La derecha, el Partido Popular, asumió sin matices el argumentario de la Iglesia: la mejor prevención del sida es la castidad y las parejas homosexuales no pueden formar familias porque la familia es, sobre todo, una unidad destinada a la procreación. Respecto a esto último, su negativa a considerar siquiera la posibilidad de negociar la ley que necesitábamos, así como su no reconocimiento del Movimiento LGTB como sujeto político, propició un cambio de estrategia que, a la postre, nos llevaría a conseguir aquello con lo que en aquel momento ni siquiera soñábamos: la igualdad legal, el matrimonio igualitario.
Porque durante ese tiempo, a la espera de cualquier avance en el ámbito de los derechos, el Movimiento LGTB estuvo debatiendo internamente acerca de la conveniencia de exigir el matrimonio, el mismo matrimonio al que pueden optar las personas heterosexuales, o de seguir reivindicando una ley de parejas. No hay aquí espacio para profundizar en los matices de ese debate, pero el cambio en la reivindicación tuvo que ver, en primer lugar, con una cuestión estratégica: puesto que el Partido Popular no se movía un milímetro de su posición de negativa a cualquier avance en los derechos LGTB, decidimos que nos moveríamos nosotras y nosotros.[7] A la hora de negociar hay que dejar siempre un margen para ceder, así que decidimos exigir la igualdad completa y no conformarnos con lo que, en todo caso, algunos ya considerábamos una legislación apartheid, es decir, una legislación especial para la gente LGTB. Es interesante remarcar que el activismo LGTB español no se sintió nunca (o no de manera mayoritaria) preocupado por el tema de la identidad, algo que, sin embargo, sí fue un asunto recurrente en algunos países anglosajones. La lucha por el matrimonio en nuestro país se hizo en nombre de la igualdad y de los derechos civiles y, en mi opinión, esto fue uno de los aspectos que favorecieron el hecho de que pronto gozáramos de una simpatía social que no dejó de crecer. Explicamos nuestra posición y conseguimos convencer a la mayoría de que no se trataba de una reivindicación particular de gays y lesbianas, sino de una batalla por ensanchar los márgenes de la libertad de todas las personas; pues legislaciones específicas, como por ejemplo la unión civil o cualquier ley de parejas, no dejaban de ser legislaciones que rehuían la verdadera igualdad. Decidimos, por tanto, dar un salto adelante y exigir un acceso pleno al matrimonio, a la igualdad.
Ni siquiera el PSOE asumía esta posición al principio; de hecho, no lo hizo hasta la llegada a la Secretaría General de Rodríguez Zapatero. En todo caso, el Movimiento LGTB fue valiente y se lanzó con una reivindicación de máximos (en lugar de una de mínimos), porque esperábamos que al hacerlo la derecha se viera obligada a negociar la ley de parejas, la cual creíamos que íbamos a conseguir finalmente. Pero la derecha no lo hizo hasta que fue demasiado tarde y, gracias a su torpeza, perdió esa batalla que ellos consideraban fundamental, dado que durante los quince años en los que estuvimos reivindicando el matrimonio —sin que el Partido Popular se moviera un centímetro de los argumentos de la Iglesia— conseguimos que la sociedad española entendiera que la igualdad no admite parcelaciones y logramos generalizar el concepto de «matrimonio igualitario». Conseguimos, además, que la sociedad lo viviera como una cuestión de ampliación de derechos y libertades; de igualdad, en definitiva. La negativa del PP a cualquier legislación, incluso de mínimos, nos permitió saltar por encima, exigir lo máximo y ganar la batalla por incomparecencia del adversario. El PP pareció darse cuenta del error solo cuando la sociedad española y la mayoría de los partidos apoyaban ya el matrimonio igualitario, y pretendió entonces ofrecernos una ley de parejas como mal menor. Por primera vez se dignó a considerarnos como interlocutores válidos y llegamos, incluso, a mantener una reunión secreta en el Palacio de la Moncloa con un asesor de Aznar que nos propuso llevar al Parlamento una ley de parejas tal y como pedíamos veinte años atrás, pero respondimos que ya era tarde. No estamos hablando de los años ochenta, hablamos de la década del 2000.
Cuando la ley de matrimonio comenzaba su trámite parlamentario, el PP entró por fin en el debate y lo hizo con un arsenal de LGTBfobia del que muy pocos meses después renegaría. Así, afirmó de manera reiterada que «lo que no es igual no se puede llamar igual» y mantuvo públicamente argumentos propios de los años ochenta. Parecía que el tiempo no había pasado para el partido de derechas, que se había convertido, como de costumbre, en portavoz de los argumentos más conservadores, algo que demostró con creces cuando decidió enviar a dirigentes de primer nivel a la manifestación convocada por la Iglesia el 18 de junio de 2005 para mostrar su oposición radical a la modificación del Código Civil y, sobre todo, para permitirse sacar a la calle toda la homofobia y la transfobia social que aún existía (y existe) y que estaba siendo rápidamente deslegitimada. Aquella manifestación, de la que hoy la mayoría de los que asistieron quisieran borrar su foto, existió; igual que existieron los insultos, la humillación pública o la equiparación de la homosexualidad con la pederastia. Allí estaban desfilando quienes, muy pocos años después, se han puesto en la cabecera de la manifestación del Día del Orgullo Gay. Era el año 2005. La asistencia a esa manifestación no fue un error de cálculo por parte del PP, no acudieron a una manifestación que después se les fue de las manos, no. Y no fue así porque ese mismo mes de junio, apenas unas semanas antes de la aprobación en el Pleno del Congreso de la reforma del Código Civil, se convocó una sesión de expertos en el Senado para discutir sobre la idoneidad de que las parejas del mismo sexo pudieran adoptar hijos o hijas. De entre los varios expertos y expertas convocados por todos los partidos, los dos del PP no solo fueron los únicos que se mostraron radicalmente en contra de dicha posibilidad, sino que hicieron afirmaciones que parecían sacadas de los tiempos más oscuros de la ley de peligrosidad social, como cuando afirmaron que la homosexualidad era una psicopatía, que los gays eran producto de padres alcohólicos y hostiles y madres sobreprotectoras, o que las niñas lesbianas son fácilmente reconocibles porque son más propensas al ejercicio físico. Sin embargo, la sociedad española ya no estaba en eso y los dos comparecientes llamados por el Partido Popular provocaron escándalo y burla a partes iguales, lo que obligó a ese partido a pedir perdón públicamente. Apenas un mes después se aprobó la ley de reforma del Código Civil en materia de matrimonio, lo cual supuso terminar con la desigualdad ante la ley e implicó también una revolución en una institución milenaria, cuyo objetivo desde su origen era, precisamente, asegurar la primacía de la heterosexualidad sobre cualquier otra forma de organización familiar y social.
Nos habíamos convertido en un ejemplo para muchas democracias y para el activismo LGTB de gran parte del mundo. Aquella ley supuso que España se situara a la vanguardia en materia de defensa de los derechos civiles, algo inusitado para un país como el nuestro y con nuestra historia. En realidad, ganamos a la derecha y a los sectores más retrógrados de la Iglesia. Muy pocos años después, el PP buscaba ponerse en la cabecera del Día del Orgullo, pero lo hacía al mismo tiempo que paralizaba cualquier legislación que buscara combatir la LGTBfobia social. Esta es una derecha que tolera, e incluso celebra, las manifestaciones individuales de homosexualidad, siempre que no estén relacionadas con la igualdad social o que no pretendan ser críticas con el supuesto derecho de la Iglesia de continuar educando en la desigualdad sexual, la homofobia y la transfobia. La lucha por la igualdad legal no fue el final de nada, como a veces se cree, sino el principio desde el cual, una vez conseguido un marco legal indispensable, podemos dedicarnos a trabajar por la igualdad social, mucho más complicada de alcanzar.
[1] Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio. (Nota de la editora).
[2] Sobre la capacidad subversiva del matrimonio igualitario, véase: Gimeno, B.: «La institución matrimonial después del matrimonio homosexual. ¿Seguimos hablando de lo mismo?», 8 de diciembre de 2009, disponible en <https://beatrizgimeno.es/2009/12/08/la-institucion-matrimonial-despues-del-matrimonio-homosexual-%C2%BFseguimos-hablando-de-lo-mismo/>. [Consulta: 25 de abril de 2018].
[3] Para seguir el orden cronológico de la historia, he consultado el libro de Calvo, K.: ¿Revolución o reforma? La transformación de la identidad política del movimiento LGTB en España, 1970-2005, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2017.
[4] Decir «personas LGTB» sería un anacronismo. Entonces no se hablaba de transexualidad y de bisexualidad como identidades separadas de la homosexualidad.
[5] Para rescatar la memoria de estas personas que fueron a la cárcel por homosexualidad surgió y sigue luchando la Asociación de Ex-Presos Sociales de España, que ya ha conseguido que la Ley de Memoria Histórica las incluyera y les ofreciera una reparación económica.
[6] En Estados Unidos y Francia dicho activismo lo encarnaron grupos como Act Up. En España, el grupo que mejor representó este activismo fue la Radical Gay.
[7] Hice un resumen de la estrategia política seguida por el Movimiento LGTB en «Estrategias de acción y organizativas del movimiento LGTB; conquistas jurídicas: el caso del matrimonio igualitario», publicado en VV. AA.: Más allá de lo imposible. La dimensión política de los derechos humanos en el siglo XXI, Tafalla, Txalparta, 2016. Este capítulo sería la continuación de este que ahora escribo.
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Beatriz Gimeno es diputada de Podemos en la Asamblea de Madrid. Feminista.
* Crònica agradece a la autora que desde el principio de nuestra publicación siempre haya compartido sus opiniones con nuestros lectores
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