La expresión los árboles no dejan ver el bosque nos ayuda a entender qué le está pasando a la izquierda en España. Concentrados en el día a día de las noticias mediáticas, en las valoraciones trimestrales de los datos del paro o en las innumerables novedades que afloran sobre la corrupción política, apenas tenemos tiempo para pensar en el tablero de juego sobre el que hacemos política. Y lo cierto es que, desde la perspectiva española, es un panorama preocupante.
En los últimos años hemos asistido a la quiebra del bipartidismo, a una crisis institucional sin precedentes que ha incluido a la Casa Real y, en parte como consecuencia de ello, a una sucesión atípica de convocatorias electorales. Pero apenas hemos debatido sobre las causas de estos fenómenos, es decir, sobre la descomposición social que se está produciendo en nuestro país como consecuencia de la globalización económica.
A menudo las organizaciones políticas hacemos política como si nada hubiera cambiado desde 1978, año en el que se aprobó la Constitución. Y no me refiero a las formas políticas o a sus protagonistas, que evidentemente han mutado en estos cuarenta años. Me refiero a ese tablero de juego en el que se inserta España y que es el sistema-mundo económico. En 1978 España se incorporó, con todas sus insuficiencias, al mundo desarrollado de la democracia, el Estado Social y las modernas políticas públicas de redistribución de la renta. Pero lo hizo precisamente en un contexto internacional en el que ese mundo desarrollado ya iba en dirección contraria, con las políticas neoliberales tomando el control y con la globalización económica desplegando todas sus características.
La globalización puede analizarse de muchas formas distintas, pero podemos destacar la desregulación financiera y económica, la reducción de los aranceles y el consiguiente estímulo al comercio mundial, la deslocalización de las grandes empresas hacia países con menores costes y la expansión de transnacionales que conforman enormes redes económicas. Hoy no sólo la producción mundial de bienes y servicios se realiza mediante nuevas formas, con las cadenas de valor globales cobrando especial importancia, sino que además está repartida de un modo muy diferente al de hace cuarenta años. Baste constatar que en 1980 los países avanzados –categoría usada por el FMI que incluye a Estados Unidos, Japón y las principales economías europeas- representaban el 63% del PIB mundial, mientras que América Latina suponía el 12% y los países emergentes de Asia sólo el 9%. Por el contrario, actualmente esas mismas economías avanzadas representan escasamente el 40%, América Latina el 7% y los países emergentes de Asia el 33% del PIB mundial.En términos de empleo la inserción en la economía-mundo de una fuerza laboral de más de 800 millones de personas en el caso de China y de 500 millones de personas en el caso de la India no puede ignorarse –contrástese con los 75 millones de personas que conforman la fuerza laboral de Rusia, los 162 millones de Estados Unidos o los 23 millones de España.
El sistema económico capitalista está basado en la competencia y en la incesante búsqueda de ganancia privada, de modo que el tablero de juego en el que se inserta España es el de una economía-mundo altamente competitiva y en la que numerosos actores, desde empresas hasta trabajadores, compiten por su cuota de mercado o su puesto de trabajo. Las reglas están marcadas por la propia lógica del capitalismo y por la regulación resultante de lo que se ha convenido en llamar globalización. No puede ignorarse porque, como bien supieron entender los economistas clásicos, destacadamente Marx, el mercado mundial determina en gran medida las formas concretas de la vida en las economías nacionales. Y ello condiciona, a su vez, las formas políticas y de conciencia que emergen en el seno de los Estado-nación. O, dicho de otra forma, no es posible comprender los fenómenos sociales recientes, desde el 15-M hasta la irrupción de Trump o Le Pen, sin atender a las transformaciones económicas de las últimas décadas. Desde luego, éstas solas no bastan para ofrecer una explicación precisa, pero sin ellas es imposible aproximarse a lo que de verdad está ocurriendo.
El problema para la economía de España es, grosso modo, que no ha encontrado su lugar en este sistema-mundo. El modelo de crecimiento español ha dependido durante años de la confluencia de crédito barato y especulación urbanística, todo ello derivado y alimentado por una desastrosa configuración institucional europea. Ello proporcionó rentas más altas y la sensación de que España pertenecía a las economías más desarrolladas del mundo. Pero derribado el castillo de naipes del milagro económico, del que hacían gala tanto PP como PSOE, lo que ha quedado es una estructura productiva basada en sectores de bajo valor añadido y con escasa intensidad tecnológica. Sectores como el turismo, altamente estacional, y con salarios un 40% inferiores a los industriales, se han convertido en la esperanza de un Gobierno incapaz de aceptar la profundidad del problema.
La consecuencia directa de todo ello se llama precariedad y desigualdad. La globalización es un proceso que ha impuesto ganadores y perdedores por todas partes del mundo. Así, como ha puesto de relieve en cifras el economista Branko Milanovic, las clases urbanas de Asia han visto cómo sus ingresos absolutos han crecido significativamente en las últimas décadas. Por el contrario, las llamadas clases medias y populares de los países occidentales han visto cómo se deterioraban sus rentas de forma significativa. La reciente crisis en España lo que ha provocado es la agudización de ese fenómeno: los salarios de los estratos más bajos de la población han caído mucho más, por encima del 20%, que los salarios de los estratos más altos, apenas afectados, provocando un incremento enorme de la desigualdad. De acuerdo con los datos de Eurostat, España es, a día de hoy, el segundo país más desigual de la UE, sólo por detrás de Rumanía. La polarización en términos de renta se ha multiplicado. Y ello tiene consecuencias en el plano político.
El patrón común que autores como Dani Rodrik o Hanspeter Kriesi han detectado es que las personas caen en el grupo de ganadores o perdedores de la globalización según el lugar que ocupen en la distribución internacional del trabajo. Una conclusión muy clásica, por otra parte. Asimismo, ese lugar concreto depende de otras variables que van desde la estructura productiva de un país hasta la cualificación individual del trabajador o trabajadora en cuestión. Y esto nos lleva necesariamente a la cuestión de la clase social. De acuerdo con esta visión, la globalización está provocando en occidente una fractura entre aquellas personas con alta cualificación y aquellas otras personas con menor cualificación. Las primeras pueden acceder a puestos de trabajo que son competitivos a nivel internacional y que pertenecen a sectores de alto valor añadido que, por tanto, están mucho mejor remunerados. Las segundas, por el contrario, están expuestas a la competencia internacional y los miles de millones de personas que conforman la fuerza de trabajo mundial se convierten en competidores directos para ellas. Además, al ser sectores de bajo valor añadido, o que pertenecen a segmentos de cadenas de valor globales que apenas se apropian de valor añadido, los salarios suelen ser muy reducidos. Aquí pertenecen los millones de personas que ahora sufren el paro estructural y que llevan años buscando un trabajo.
Los economistas liberales han propuesto, como solución, mejorar el llamado capital humano, esto es, la formación reglada. Según esta visión, mejorar la cualificación de la población es la vía directa a mejorar las condiciones de vida. Es pura ilusión. Estos mismos economistas son incapaces de explicar por qué en España se da también la sobrecualificación de miles de personas, especialmente jóvenes. La explicación es que la propia estructura productiva, y con ello el carácter rentista del empresariado español, impide que se creen puestos de trabajo de alto valor añadido que puedan absorber a los trabajadores cualificados. En ausencia de una estructura productiva así, los trabajadores cualificados se marchan a países con sectores productivos en los que sí se puede trabajar, generando una pérdida irreversible en España.
Lo relevante de todo esto, a efectos de este artículo, son las consecuencias políticas. En primer lugar esta fractura provocada por la globalización, además, tiende a reducir también es el estrato ideológico conocido como clase media. Por al menos dos razones. De un lado, porque se consideraban así familias enteras que vivían de las rentas del insostenible modelo inmobiliario-especulativo y que ahora están a merced de una estructura productiva de país empobrecido y de una competencia internacional desaforada. De otro lado, porque la propia estructura productiva supone un cierre para las nuevas generaciones que comprueban que no existe ascensor social, como acabamos de decir. Los jóvenes comprueban que no vivirán como sus padres.
El escenario es desolador desde el punto de vista de clase. Las clases populares, con mucha menor capacidad para acceder a los estudios reglados de alta cualificación, como consecuencia de los recortes en educación y de la naturaleza clasista del propio sistema económico, quedan atrapadas en el escalón más bajo no sólo del país sino también de la distribución internacional del trabajo. Así, la precariedad no se define como un momento temporal sino como una característica permanente. No hace falta subrayar qué significa intentar sobrevivir con un contrato por horas que se paga a un par de euros la hora. Por el contrario, las clases altas se han beneficiado no sólo del clientelismo de los gobernantes y de un empresariado rentista sino que, además, se han enriquecido con las políticas durante la gestión de la crisis –reformas fiscales, laborales y financieras, inyecciones de liquidez del BCE, etc.-. Pero, ¿es sostenible este modelo de país?
La experiencia histórica sugiere que no: un país sin cohesión social se resquebraja por todos sus poros. Quizás no es casualidad que el reciente auge independentista en Cataluña coincide con esta época histórica y con la habilidad de la derecha catalana de vincular independencia con esperanza frente a la crisis. Si bien en ningún caso un decreto de independencia de un Estado-nación supone la neutralización de la ley del valor y de la lógica capitalista. En todo caso, los fenómenos de Trump en Estados Unidos, la extrema derecha en muchos países de la Unión Europea, o la experiencia histórica del fascismo en los años treinta y en el marco de la Gran Depresión, sugieren que la tesis de Karl Polanyi es cierta. A saber, los sectores más golpeados por la crisis y por los ajustes que conlleva la expansión del libre-mercado buscan fórmulas políticas para protegerse. El crecimiento de las posturas proteccionistas es la contracara de ese primer movimiento pro-mercado que supone la globalización, y también sucedió tras la II Guerra Mundial.
Pero el contexto hoy es otro, y las experiencias históricas nunca se repiten de la misma forma. La forma concreta de resistencia de las clases populares depende de algo tan básico como la lucha de clases. En esa lucha, las clases pueden abrazar posturas neofascistas (como ocurre en el norte de Europa), pueden organizarse en posiciones socialistas (como sucedió en los años veinte del siglo pasado) o quedar resignadas y desorganizadas bajo un nuevo estatus de precariedad y miseria permanente. Todo ello depende de un concepto clásico que se llama formación de clase, es decir, de la capacidad de organizar a la clase social.
Las clases sociales no son entidades solamente objetivas, útiles para el análisis sobre el papel, sino que son también construcciones subjetivas que dependen de la práctica política. Las clases, por decirlo brevemente, se construyen. Y esa construcción depende de la habilidad de las organizaciones de clase para generar conciencia de clase, es decir, para crear objetivos e instituciones comunes entre sectores de la sociedad. Dicho de otra forma: los perdedores de la globalización no se van a organizar solos, o al menos es muy discutible que eso suceda, sino que necesitan de la estrategia política de las organizaciones. Las organizaciones políticas están, desde el punto de vista socialista, precisamente para eso y no para otra cosa. La participación en las instituciones, por ejemplo, es una herramienta más que ha de servir a ese fin: organizar a la clase, al pueblo o a la comunidad –no seré yo quien inicie una discusión meramente semántica al respecto-. Y visto lo anterior, nada hay más urgente que hacerlo. Organizar a los perdedores de la globalización, a las personas que no se benefician de la llamada recuperación económica, a los que sufren la precariedad y a las personas que sienten que otro mundo es necesario más que posible. Ese es el verdadero objetivo político de la izquierda, a mi juicio.
Siguiendo esta lógica, no se trata sólo de construir sobre el papel una alternativa teórico-técnica al modelo económico español. Desde luego hay que hacerlo, y por cierto que eso implica deshacerse de la estructura de poder vigente en España y que es heredada, mediante la Transición, de la franquista. Un nuevo país implica una nueva cultura política, empresarial y ciudadana desprovista de todos los lastres clientelares propios del franquismo y de esta democracia cacique. Pero de nada sirve esto si detrás no hay una base social que respalde la puesta en marcha de un proyecto así. Y enfrentamos numerosos obstáculos. Por eso considero que nuestras organizaciones, comenzando por Izquierda Unida, deben asumir que este, y no otro, es el tablero de juego y el objetivo principal.
De ahí que, en estas condiciones, veamos necesario reforzar la presencia en la calle, lugar donde se genera la subjetividad y, por lo tanto, la conciencia de clase. Son largos los debates teóricos sobre esta cuestión, desde Marx y Engels hasta Carrillo y Claudin, pasando por Luxemburg y Lenin. Pero no creo que quede otra alternativa que construir, con nuestras propias manos, tejido social entre los perdedores de la globalización, entre nuestra clase. Una organización más de clase, no en términos semánticos o litúrgicos, sino de acción y composición, es el camino. Y con un discurso que ensamble la alternativa que necesita la clase, el país en un contexto como el que hemos descrito.
Veamos no sólo los árboles sino también el bosque. El capitalismo es un sistema basado en la explotación, y por ello generador de desigualdad y crisis. Pero es también un sistema de producción que no atiende a los límites físicos del planeta, con lo que ser anticapitalista no es sólo una cuestión moral sino de necesidad para la vida. Para la vida no sólo de nuestra clase o nuestra especie, sino de la vida en general. Si no hacemos nada, nuestras sociedades actuales se convertirán en sociedades distópicas, decimonónicas, en las que una minoría deshonestamente enriquecida posee la inmensa mayoría de los recursos y el poder frente a una mayoría social, quebrada y frustrada, que malvive a salto de mata. No hay nada escrito en la historia de antemano, pues todo depende de la capacidad para organizarse y luchar.
Alberto Garzón, Coordinador de Izquierda Unida @agarzon *, siendo actualmente diputado
* Economista nacido en Logroño (1985) y criado en Andalucía. Máster en Economía Internacional y Desarrollo por la Universidad Complutense de Madrid y actualmente portavoz en las comisiones de Economía, Hacienda y Presupuestos en el Congreso de los Diputados. Comprometido con la tesis número 11 sobre Feuerbach, de Karl Marx. Luchando por construir la unidad de una izquierda coherente, rigurosa, austera y responsable y que sea capaz de sentar las bases de otro mundo posible y necesario
Artículo publicado primero en Público
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