Me gustaría defender aquí la importancia de las superficies. Por distintos motivos, la piel forma parte de la profundidad.
A la hora de analizar las situaciones políticas, es muy frecuente que la discusión acabe centrándose en el chocolate del loro. Eso es cierto. Llaman mucho la atención, por ejemplo, los gastos en coches oficiales, las declaraciones desafortunadas y las corrupciones –grandes o pequeñas– que manchan a los políticos. No suele escandalizar, sin embargo, la ingeniería fiscal aprobada por los gobiernos
para permitir que las empresas poderosas y las grandes fortunas dejen de pagar los impuestos que en justicia les corresponden.
Tampoco entra en la costumbre de lo escandaloso la falta de firmeza política a la hora de investigar el negocio de los bancos en las zonas oscuras y los paraísos fiscales
. Llama mucho más la atención un enchufe, una subvención mal dada o el recibo de una comisión turbia. Y no cabe duda de que los grandes robos y los daños al bien público se producen en las profundidades del sistema, en las injusticias fiscales, en los territorios que no suelen formar parte de las discusiones de taberna. Por eso mismo tampoco cabe duda de la importancia que tienen los síntomas coyunturales, esos escándalos menores que saltan sobre la barra de un bar.
Tan malo es olvidarse de las profundidades como restar importancia a las superficies.
No me cabe duda de que el descrédito de la política es un asunto de mucho calado. Va más allá de la corrupción coyuntural. La ideología neoliberal necesita degradar los espacios públicos de la soberanía democrática para ejercer con impunidad la especulación. El descrédito de la política es la inversión mejor calculada del neoliberalismo, una lógica más sutil y peligrosa para la sociedad que un alcalde con pocos escrúpulos. Pero por eso mismo es tan importante que los alcaldes tengan escrúpulos y consoliden escenarios de virtud pública. Quien roba, quien cae en la prevaricación, quien miente, no sólo provoca su daño coyuntural, sino que facilita la liquidación general programada contra la autoridad política.
Esta semana he celebrado que Alberto Garre, expresidente de Murcia, abandone el PP por la tolerancia de Rajoy y sus ministros ante la corrupción. Me parece saludable que alguien quiera ser de derechas sin convertirse en cómplice de una asociación para el crimen organizado. Es muy posible que lectores con más datos puedan argumentar motivaciones secretas y viejos rencores en la actitud del expresidente murciano. Yo no estoy muy enterado de los sótanos sentimentales del PP. Seguro que también habrá intereses en el apoyo que la cúpula del PP ofrece al presidente actual, Pedro Antonio Sánchez. Pero una superficie política en la que alguien se niega a hacerse cómplice de la corrupción favorece la batalla profunda del civismo contra las grandes fortunas y los bancos, es decir, los verdaderos interesados en desacreditar el ámbito público en favor de sus negocios particulares.
La política europea neoliberal facilitó con sus medidas y directrices que las pérdidas privadas de los bancos del Norte se convirtiesen en deuda pública asumida por los Estados del Sur. Si se analiza el ir y venir de la especulación en estos años de crisis, se comprobará que los dividendos del fuerte han sido mucho más protagonistas que los derroches del débil. Ni los enfermos han malgastado la sanidad pública, ni los malos estudiantes han hundido el sistema educativo, ni los pobres del Sur han invertido el dinero en mujeres y vino. La verdad es que son intolerables las ruidosas declaraciones del socialista holandés Jeroen Dijssenbloem.
Ya sé que la crisis de la socialdemocracia se debe a la corriente de fondo que ha impuesto el neoliberalismo como ideología dominante. Un mundo que ha sustituido la economía productiva por la especulativa necesita la lógica de la desregulación, el descrédito del Estado, la alabanza del emprendimiento individual y la liquidación del vocabulario y los amparos colectivos. La fuerza del trabajo ha perdido protagonismo a la hora de hacer las cuentas. A corto, medio y largo plazo tenemos el reto de pensar en profundidad el sentido político de la palabra Nosotros. Pero en esa meditación provocan muchos daños superficiales los socialdemócratas como Dijssenbloem.
Y es que la piel forma parte del corazón de las cosas. Y es que la socialdemocracia tiene poco sentido si acepta como propia la lógica del neoliberalismo.
* Luis García Montero (Granada, 4 de diciembre de 1958) es un poeta y crítico literario español, ensayista, profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica
* Crónica agradece al autor su generosa decisión, desde casi nuestros inicios, de compartir sus artículos de opinión con nuestros lectores.
Publicado primero en Infolibre
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