Las desigualdades sociales han experimentado un crecimiento enorme en el periodo histórico (desde los años ochenta del siglo pasado) en el que el neoliberalismo ha sido el pensamiento dominante en el mundo capitalista, liberado de cualquier freno como resultado de la derrota del otro polo en la Guerra Fría, la Unión Soviética. En este último país, la derrota significó un coste humano enorme sin precedentes en tiempos de paz. La transición desde lo que se llamaba “socialismo real” al capitalismo, y las enormes desigualdades creadas en tal proceso, costaron más muertos que los que han causado las Guerras Calientes de Irak y Siria puestas juntas. Solo en el periodo 1990-95, el incremento en el número de muertes en lo que había sido la Unión Soviética fue de casi dos millones de personas. Y durante toda la década de los años noventa fue de cuatro millones, algo que fue consecuencia, repito, del enorme crecimiento de las desigualdades causadas por la transición, como se ha documentado extensamente en la literatura científica (ver Shkolnikov, V. M., y Cornia, G. A., Population Crisis and Rising Mortality in Transitional Russia, en The mortality crisis in transitional economies, Oxford University Press, 2000). Mientras la esperanza de vida (años que una persona vive) de las personas con elevadas rentas y niveles de estudios superiores continuaba aumentando en lo que había sido la Unión Soviética, la mortalidad entre las clases populares en aquel país sufrió un elevadísimo incremento como resultado de las políticas públicas de masiva privatización de los mayores medios de producción y de la destrucción de la protección social, que incrementaron espectacularmente las desigualdades sociales. Esta realidad apenas ha sido reflejada en los mayores medios de información del mundo occidental. No hay duda de que si hubiera ocurrido en un país en el que la transición hubiera sido del “capitalismo real” al socialismo, tales hechos hubieran sido la noticia del siglo. Lo fue en dirección contraria, y apenas fue noticia en los mayores medios de información.
Pero el enorme coste humano del neoliberalismo aparece también dentro del propio capitalismo, como consecuencia de la imposición de las políticas neoliberales. En EEUU las políticas de tal sensibilidad neoliberal, aplicadas por la mayoría de los gobiernos federales en EEUU a partir del presidido por el Sr. Ronald Reagan, también han tenido un elevado coste humano. La esperanza de vida de la clase trabajadora blanca (tanto para hombres como para mujeres) ha ido descendiendo. Y, como consecuencia, la esperanza de vida promedio de toda la población se ha estancado y ha dejado de crecer.
La gran mayoría de las políticas antidiscriminatorias no han mejorado el bienestar de las clases populares, pues tales políticas no estaban orientadas a ellas
Es interesante señalar que esta situación detallada en los párrafos anteriores se ha producido en EEUU a la vez que las políticas antidiscriminatorias federales, que intentan corregir las desigualdades por raza y por género, se han establecido y desarrollado, lo cual parecería ser paradójico, ya que, a la vez que se intenta favorecer a los grupos discriminados en la sociedad (y por lo tanto más vulnerables), la calidad de vida, bienestar y salud de las clases populares se habría ido deteriorando, como lo prueban las cifras de esperanza de vida que he citado anteriormente. Esta paradoja se aclara, sin embargo, si uno se da cuenta que en el diseño y aplicación de estas políticas antidiscriminatorias no se tuvo en cuenta la categoría de clase social, centrándose solo en raza y género. Como consecuencia de ello, los grupos sociales que se han beneficiado más de tales políticas antidiscriminatorias han sido los pertenecientes a las clases de renta alta y media alta. La estructura de poder ha cambiado y diversificado su color y su género (hay más afroamericanos y latino, y más mujeres, en las instituciones representativas de EEUU y en las instituciones de poder decisorio en la sociedad civil), sin que ello haya beneficiado sustancialmente a las clases populares (incluidos los grupos discriminados, la mayoría de los cuales pertenecen a tales clases populares).
Las implicaciones de esta realidad son enormes, pues la plutocracia que manda en el país (la casta política y el entramado existente entre los poderes financieros y económicos por un lado, y las instituciones políticas y mediáticas, por el otro) puede ser diversa y variada en cuanto a color y género, y sin embargo, no mejorar el bienestar de las clases populares; solo en el caso de que las políticas públicas incluyan en su diseño y desarrollo el intento de cambiar las relaciones de clase, además de género y raza, habrá un mejoramiento del bienestar de las clases populares.
Las limitaciones de las políticas antidiscriminatorias
Lo dicho en el apartado anterior debería llevarnos a ver la desigualdad como un concepto multidimensional, analizando las desigualdades en base a la ubicación de la persona en la estructura social, consecuencia de una discriminación hacia el grupo al cual el individuo pertenece; por ejemplo, que una persona negra o una mujer sufra mayor desigualdad por el hecho de que él o ella pertenezcan a tal grupo discriminado. La mayoría de políticas antidiscriminatorias tienen como objetivo disminuir la distancia social, y están encaminadas a integrar al sujeto discriminado en el orden existente. Las políticas públicas de la candidata demócrata Hillary Clinton iban en esta dirección. Pero el hecho de que en su campaña no empleara un discurso ni promoviera políticas públicas que se centraran en la clase social como sujeto de intervención, explica que la mayoría de mujeres de las clases populares no votaran su candidatura, haciéndolo en su lugar por los candidatos Sanders y Trump, que enfatizaron el discurso de clase social, además de raza y género, aun cuando la utilización de estas dos categorías (raza y género) fue diametralmente diferente y opuesta entre estos dos candidatos. Trump recurrió a un discurso, además de clasista (presentándose como defensor de los trabajadores olvidados), racista y misógino, mientras que Sanders fue, además de un defensor de la clase trabajadora, defensor de las mujeres y de las minorías. Las encuestas mostraban que el único candidato del Partido Demócrata que podría haber vencido al candidato Trump era el socialista Sanders.
Explotación como generador de desigualdad
La segunda dimensión de la desigualdad es, además de la discriminación, la explotación, concepto raramente discutido o presentado en los medios por poner en evidencia al orden establecido, y del que, comprensible y predeciblemente, los beneficiarios de tal orden no quieren ni oír hablar. Es interesante ver que, ahora, cuando el tema de las desigualdades parece estar de moda (incluso Davos, centro del pensamiento reaccionario neoliberal, decidió centrarse en este tema), la palabra explotación no aparezca por ninguna parte. Y ello a pesar de que es sumamente fácil de detectar. El agente A explota al agente B cuando A vive mejor a costa de que B viva peor (A y B pueden ser clase social, género, raza, nación, o lo que fuera).
Cuando un empresario paga a su empleado o trabajador un salario menor en valor monetario al valor que el trabajador ha aportado al producto o servicio, lo está explotando. Y cuando una pareja, en la que ambos trabajan, llega a casa y uno de ellos se sienta a ver la televisión, mientras que el otro va a la cocina a preparar la cena, el primero explota también al segundo. La explotación es una de las realidades más fáciles de detectar, y sobre la cual se habla (y escribe) menos. Y ahí, la intervención no es la integración en el sistema, sino el cambio del sistema explotador. Y de ahí que el Estado sea mucho más reacio a intervenir en esta dirección de las desigualdades generadas por la discriminación de clase que en las otras formas de discriminación, pues la explotación de clase es el centro del “capitalismo real”.
Lo mismo está ocurriendo en Catalunya y en el resto de España
Una situación semejante está ocurriendo también en Catalunya y en el resto de España. En realidad, tanto una como la otra sufren un retraso político y cultural considerable (resultado de haber sufrido cuarenta años de una dictadura ultraderechista, que científicamente debería ser definida como fascista) en comparación con la mayoría de países europeos, lo que se traduce en el retraso en el surgimiento de movimientos progresistas como el movimiento de liberación de la mujer. Solo ahora está surgiendo un movimiento feminista de gran importancia que, sin lugar a dudas, tendrá un efecto positivo para toda la sociedad. Pero el debilitamiento de los partidos históricamente enraizados en la clase trabajadora explica que la respuesta de las estructuras de poder económico, financiero, político y mediático frente a estos movimientos feministas haya estado más orientada hacia su integración en el sistema de poder que no hacia el fin de la explotación de género y de clase.
Como resultado de ello, nos encontramos, de nuevo, con la situación paradójica que a la vez que hay más mujeres (predominantemente de clase social de renta alta o mediana-alta) en las instituciones, hay un gran crecimiento de las desigualdades por clase social como resultado de la aplicación e imposición de las políticas neoliberales, siendo Catalunya y España el lugar donde han sido impuestas con mayor ahínco y dureza dentro de la Unión Europea de los Quince (UE-15), el grupo de países más ricos de la Unión Europea. A modo de ejemplo, en Catalunya se vio un descenso en el aumento de la tasa de crecimiento de la esperanza de vida con el estallido de la Gran Recesión, algo que sucedió a partir de 2007. En realidad, la tasa de mortalidad en Catalunya creció un 10%, pasando de 7,98 a 8,77 defunciones por cada 1.000 habitantes entre 2010 y 2015 (cuando había descendido en años anteriores). Una situación semejante ha ocurrido en el promedio de España, tanto en el descenso de la tasa de crecimiento de la esperanza de vida como en el aumento de la tasa de mortalidad.
Estos cambios han ocurrido a la vez que aumentaban las desigualdades de mortalidad entre ciudades (de distintos niveles económicos) y entre barrios (también de niveles económicos diferentes) dentro de las mismas ciudades. En Catalunya, la diferencia de esperanza de vida de ciudades de elevada renta como Sant Cugat del Vallès era de ocho años más que en ciudades obreras del cinturón de Barcelona como El Prat de Llobregat o Sant Adrià de Besòs. Y dentro de Barcelona, los barrios con rentas superiores como Pedralbes registraron durante el periodo 2009-2013 una esperanza de vida de 11 años más que el barrio obrero de Torre Baró, que tiene la esperanza de vida más baja de Barcelona.
Y es ahí donde los partidos progresistas deberían tomar como bandera la reducción de las desigualdades sociales, enfatizando las desigualdades por clase social, además de las desigualdades por género y raza. Y ahí hay todavía mucho camino por recorrer. Pero hay que reconocer y aplaudir aquellas autoridades políticas, como las nuevas izquierdas que gobiernan los mayores centros urbanos de España, que están haciendo pasos en esta dirección. Y esto no es un comentario partidista, sino científico. Vean las políticas públicas que se están llevando a cabo y lo verán. En contra de lo que se está diciendo, la dicotomía izquierda versus derecha continúa siendo muy válida cuando se analizan las políticas públicas desarrolladas por las distintas sensibilidades políticas existentes en el país. En Europa se ve claramente que, a mayor poder político de las izquierdas (el norte de Europa), las políticas son más redistributivas que en aquellos países donde las izquierdas son más débiles, como en el sur de Europa. Y las desigualdades sociales son mucho menores en el norte que no en el sur. Así de claro.
Autor del libro Ataque a la democracia y al bienestar. Crítica al pensamiento económico dominante. Anagrama, 2015
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