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El auge de la extrema derecha no es sólo electoral - Marina Albiol -

Este crecimiento electoral de la extrema derecha no es un problema menor, pero lo realmente grave es que, en realidad, sus postulados políticos han vencido sin ganar en las urnas.  

Cuando se habla del auge de la extrema derecha en Europa, se suele hacer tomando como referencia el crecimiento electoral de los partidos de ideologías fascistas, nacionalcatólicas o filonazis por todo el continente. Es una realidad empírica y, por tanto, incontestable. Ahí tenemos los resultados del pasado 4 de diciembre en Austria, donde el Partido Liberal Austriaco de Norbert Hofer, de corte claramente xenófobo, no consiguió ganar finalmente las elecciones, pero obtuvo un 47% de los votos.

Los últimos sondeos en Francia apuntan a que Marine Le Pen y su Frente Nacional podrían situarse como ganadores en la primera vuelta de las presidenciales francesas del próximo año, con un 28% de los votos. En Holanda, el islamófobo Partido por la Libertad de Geert Wilders, encabeza todas las encuestas. Y hasta en Alemania, donde pensábamos que el recuerdo del horror cerraba las puertas a los partidos nazis, Alternativa por Alemania avanza a un ritmo más que alarmante.

Este crecimiento electoral de la extrema derecha no es un problema menor, pero lo realmente grave es que, en realidad, sus postulados políticos han vencido sin ganar en las urnas. Un ejemplo muy claro son las políticas migratorias de la Unión Europea, que se sustentan en el racismo, la xenofobia y la islamofobia que propugnan las formaciones fascistas. Con lo cual, lo que está pasando no es que la extrema derecha esté en auge, sino que la extrema derecha está gobernando Europa desde el centro.

Las políticas contra las personas migrantes y contra aquellas a las que deberíamos dar refugio están siendo ejecutadas por una Comisión Europea formada por miembros de los partidos socialdemócratas, conservadores y liberales. La mayoría de los gobiernos de los Estados miembros de la UE que están haciendo trizas con sus políticas migratorias la Declaración Universal de los Derechos Humanos, están en manos de alguna de estas tres familias políticas. En algún caso, incluso de las tres juntas en coalición.

Políticas que consisten en construir muros, militarizar el Mediterráneo, externalizar las fronteras, en las detenciones ilegales y las deportaciones forzosas, y que son sistemáticamente respaldadas en el hemiciclo del Parlamento Europeo por los representantes de la Gran Coalición.

Y esto no es más que el reflejo de lo que está ocurriendo a nivel estatal. Lo hemos visto en Hungría, donde el Gobierno de Viktor Orban, miembro del Partido Popular Europeo, fue de los primeros en alzar la voz contra las personas refugiadas y dejar claro que la Convención de Ginebra no iba con ellos. Construyeron una valla con Serbia, gasearon y apalearon a las familias que atravesaban su territorio siguiendo la ruta de los Balcanes, subieron engañadas a miles de personas a un tren cuyo destino final no era Alemania, sino un bosque, y plantearon un referéndum para negarse a la acogida.

En Eslovaquia, el primer ministro socialdemócrata Robert Fico, anunció a principios de enero que su país sólo permitiría el paso a aquellas personas refugiadas sirias que fueran cristianas. Según él, esta medida estaba enfocada a “evitar que se repitiera lo de Colonia” en la nochevieja de 2015. Como después se comprobó, “lo de Colonia”, que fue utilizado durante meses en Bruselas como argumento para cerrar las fronteras, no fue obra de una banda organizada de cientos de refugiados musulmanes que querían saquear y agredir sexualmente a las mujeres alemanas. De los 58 detenidos por las agresiones y robos, sólo tres eran refugiados.

El presidente de la República Checa, Milos Zeman, también socialdemócrata, dijo durante su discurso navideño el año pasado que las personas refugiadas que llegaban de Siria e Irak estaban llevando a cabo “una invasión organizada”. El mismo Zeman que dio el visto bueno a que la Policía marcara con un número en el brazo a cada persona refugiada que pasaba a su país, evocando los peores recuerdos de los primeros años cuarenta y provocando una dura condena de Naciones Unidas.

En Austria, donde antes de las elecciones gobernaban socialdemócratas y conservadores en coalición, el excanciller socialista Werner Faymann consiguió el pasado mes de abril el apoyo del Parlamento para construir una valla en la frontera con Italia y restringir así el paso de migrantes y refugiados.

Otro caso es el del Partido Liberal que gobierna en Dinamarca con el primer ministro Lars Lokke Rasmussen a la cabeza, que llegó a un acuerdo con socialdemócratas y conservadores a principios de enero de 2016 para que el Parlamento aprobara toda una serie de medidas restrictivas, entre las que se incluyen la posibilidad de confiscar los bienes de los refugiados para financiar su mantenimiento.

En cualquier caso, tampoco hay que irse muy lejos para analizar determinadas políticas racistas. Las tenemos en casa y se han desarrollado tanto con los gobiernos del PP como con los del PSOE. En el Estado español tenemos redadas racistas, en nuestros Centros de Internamiento de Extranjeros se vulneran los derechos humanos, nuestra Policía dispara a las personas migrantes en Ceuta y practica con total impunidad las devoluciones en caliente en la valla de Melilla.

Durante años la Comisión Española de Ayuda al Refugiado ha estado denunciando las dificultades para solicitar asilo en el Estado y las deportaciones masivas de personas migrantes y refugiadas, sin que ninguno de nuestros gobernantes se preocupara de ponerle una solución.

Volviendo al mensaje principal, no son gobiernos liderados por los partidos de extrema derecha en auge los que están haciendo esto, sino gobiernos socialdemócratas, liberales y conservadores. La idea que subyace es que parece que han decidido que la mejor forma de luchar electoralmente contra la extrema derecha es asumir sus políticas racistas y xenófobas y ponerlas en práctica.

También como se explicaba al inicio, esta es la posición que se marca desde Bruselas, con una vertiente migratoria y otra securitaria. La mejor expresión de lo que está pasando es el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía para deportar a los refugiados –que contó con el apoyo de los 28 Estados miembros-, o la nueva Agencia de Guardia de Fronteras y Costas que ha puesto en marcha la Comisión Europea.

Ambas medidas sirven, por un lado, para quitarlos literalmente de enmedio. Por otro, contribuyen a su criminalización, ya que sitúan a las personas refugiadas y migrantes como enemigos de los que hay que defenderse.

El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, es el máximo exponente de la línea dura de la UE con respecto a la migración y el asilo. No sólo por su acción política, ya que él es uno de los principales hacedores de ese acuerdo con Ankara, sino con su discurso. Tusk, en marzo, dijo aquello de “no vengáis a Europa” tras una reunión con el primer ministro griego Alexis Tsipras en la que se negoció, entre otras cosas, que Grecia reconociera a Turquía como país seguro para que se pudiera poner en marcha el plan de deportaciones.

En los meses sucesivos, el presidente del Consejo ha venido endurecido su lenguaje, ha eliminado casi por completo la palabra refugiado de su vocabulario -sustituyéndolo por la cínica expresión de “inmigrante económico”- y acostumbra a relacionar migración con seguridad y terrorismo. Es el combo perfecto.

La UE es culpable, desde las instituciones, de la deriva ultra de esos gobiernos de socios de la Gran Coalición que han decidido que las convenciones internacionales están para incumplirse. Lo es por su racismo institucionalizado a través de las políticas y del uso de un lenguaje perverso. Y también por contribuir a imbuir el miedo al extranjero en la población con una retórica bélica y securitaria.

E influye o legitima a nivel de los gobiernos y hasta en los procesos internos de los partidos, lo que a la postre repercute en los procesos electorales. En Francia, aunque Le Pen no gane las presidenciales, habrá ganado la xenofobia. La derecha ha designado a François Fillon como su candidato, un ultraconservador que se presenta con un programa en el que pide endurecer las condiciones de reagrupación para los migrantes, establecer cuotas de entrada y retirar las ayudas sociales a quienes lleven menos de dos años en Francia. No sabemos quién será el candidato o candidata del Partido Socialista aún, pero uno de los que se postula, Manuel Valls, es conocido por su mano dura en las banlieues y sus récords de expulsión de gitanos.

El crecimiento electoral de los partidos de extrema derecha en toda Europa es un barómetro inequívoco de que el descontento social está creciendo. También es cierto que existe una base material para ese descontento, un empeoramiento del nivel de vida de los sectores de la población más afectados por la crisis y por las políticas que nuestros gobiernos aplican para supuestamente salir de ella. Y ante esto, hay dos opciones: o atacar las raíces del problema, que es el propio sistema que lleva a una élite a estar enriqueciéndose a costa de que a millones de personas se les niegue lo más básico; o desviar la atención, hacer que los oprimidos se enfrenten entre ellos culpando a los más pobres de su pobreza, en lugar de a los ricos. Culpar, en definitiva, a los que vienen de lejos, para que no nos fijemos en que nuestro enemigo está realmente en casa.

A los partidos que están al servicio de las élites les interesa, sin duda, esta segunda opción. Y así es como enfocan ellos el crecimiento de la extrema derecha, como una competición electoral. Así que cuando ven que la extrema derecha sube en las encuestas, se apresuran a compartir sus argumentos, aquellos que exculpan a la clase dominante de los males sociales. La vivienda, el puesto de trabajo, la educación o la sanidad, se ven según está lógica amenazados por los migrantes, y por eso es válido todo lo que se haga para tratar de que no lleguen o para expulsar a los que ya están.

Hay que tener una cosa más en cuenta. No es sólo competencia de votos, es, sobre todo, que la derecha se parapeta detrás de la extrema derecha. En realidad, el
fascismo, en determinados momentos -como el que vivimos de crisis económica, política y social-, le viene muy bien al capitalismo.

La alternativa de la izquierda debe ser la primera opción. La izquierda debe ser radical, debe ir a la raíz del problema señalando a los culpables de la situación actual. Debe estar con las clases populares y ser clases populares. Debe hablar su lenguaje, hacer pedagogía y, caminando de la mano con los sindicatos de clase y los movimientos sociales, armar una alternativa política firme, que haga de muro de contención tanto del fascismo como de las políticas neoliberales que hacen de caldo de cultivo para generarlo. Al fascismo no se le combate con más fascismo. Al fascismo no se le combate claudicando ante el miedo, o recortando la libertad. Al fascismo se le combate con políticas que defiendan al pueblo y con la movilización.

(*) Marina Albiol es eurodiputada de IU y portavoz de la delegación de Izquierda Plural en el Parlamento Europeo., exdiputada de EUPV  y forma parte de la dirección federal de Izquierda Unida
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