El 18 de setiembre de 2015, la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos (EPA) anunció que la compañía Volkswagen había utilizado un software ilegal para manipular las emisiones de NOx en sus automóviles diésel. Tras admitir su culpabilidad, EEUU obligó a la compañía a retirar los coches afectados y a abonar 15.000 millones de dólares en compensaciones civiles, factura que podría duplicarse si se confirman las responsabilidades penales.
La EPA ha abierto investigaciones contra otros fabricantes y no es la única agencia que sigue fabricando titulares un año después de que se conociera el escándalo. En Corea del Sur han condenado a 18 meses de cárcel a un directivo de Volkswagen por el lamentable episodio del Dieselgate, en la primera de varias sentencias que tienen en vilo a los responsables internacionales de la multinacional. ¿Y en Europa? Apenas nada.
Uno de cada dos coches en la UE es diésel y el exceso de NOx (una sustancia responsable de miles de muertes prematuras, particularmente en las áreas urbanas) supone un grave problema de salud pública. Según parece confirmado, prácticamente todas las compañías excedían los límites marcados por la regulación, en algunos modelos por una magnitud de hasta 20 veces los límites exigidos. Los mecanismos utilizados eran varios, desde el software trucado, fabricado por Bosch, que utilizaba Volkswagen; hasta métodos más caseros, como el cierre del control de emisiones pasados los minutos que dura la inspección de los coches, o que sólo se activaba a la temperatura de las pruebas, de lo que fueron acusados respectivamente Fiat y Renault.
En este punto, hay que tener en cuenta las tres razones por las que la UE consideraba innecesario asumir ninguna responsabilidad. La primera: la Comisión Europea afirmó, en un primer momento, que no tenía constancia de estas manipulaciones: era Estados quien debía verificar que estos trucos no podían justificarse por necesidades técnicas. Dos: que los grandes países productores, quienes aprobaban la mayoría de permisos, tenían interés en fingir que estas modificaciones eran realmente necesarias. Y tres, que una nueva regulación, introducida a toda prisa tras las revelaciones del 2015, eliminaba estos agujeros a cambio de que los límites de NOx previstos para 2007 no se exijan hasta… 2021.
Las denuncias de la opinión pública condujeron a que varios grupos políticos del Parlamento Europeo exigiéramos la constitución de una Comisión de Investigación, cuyas conclusiones se esperan para la primavera. Aunque es probable que la mayoría de derechas distorsione el informe final, no hay duda de que hemos logrado destapar las mentiras de la Comisión y evidenciar su connivencia con los estados y –fundamentalmente– con la industria automovilística europea.
Numerosos documentos internos evidenciaron que la Comisión Europea era perfectamente consciente del escándalo. Günter Verheugen, excomisario de Industria, admitió los hechos, aunque intentó justificarse con el argumento que, desde los grupos técnicos, fueron pocas las voces de alarma: algo que no debería sorprendernos, pues se encontraban mayoritariamente dominados por las propias compañías. Una excusa alternativa la pronunció un exdirector general de Medio Ambiente de la Comisión Europea, Daniel Calleja, quien aun admitiendo que los hechos eran conocidos muchos años antes que el escándalo estallara, no consideraba que estuviera en su poder la posibilidad de dudar de "la buena fe" de los estados. La desfachatez cumple, en este caso, otro propósito político: el comisario que tampoco puso en duda la "buena fe" de los estados era Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo desde el pasado martes, 17 de enero.
Pese a las hipocresías de los testigos, las evidencias del escándalo se acumularon hasta tal punto que la Comisión Europea se vio obligada a anunciar, en setiembre, que iniciaría acciones para averiguar si algún estado había ignorado la ley. Pese a ello, el proceso de infracción se abrió sólo en diciembre –también contra España– y su desenlace es incierto.
Las dilaciones de la UE cumplieron su propósito: mantener los beneficios de las grandes compañías del automóvil, que habían apostado por una tecnología que sabían condenada en el largo plazo. Durante años, se produjeron miles de muertes que habrían podido evitarse reduciendo un poco los márgenes de beneficio, ya que las compañías se ahorraron las inversiones necesarias en perjuicio de la salud pública. Incluso puede decirse que el escándalo llegó, para las compañías europeas, en un momento providencial: la ya planificada transición al vehículo eléctrico se va imponiendo, finalmente, con enormes reestructuraciones, justificadas por el "difícil momento" (judicial) de la industria –a costa, cómo no, de los trabajadores–. Mientras tanto, EEUU paró la entrada de sus competidores, dando una nueva vida a los motores de gasolina, un efecto que probablemente ha guiado su excepcional respuesta a este caso, pero que está difícilmente exento de consecuencias para el clima.
Para el pueblo europeo el resultado es menos satisfactorio. De momento, las sanciones siguen siendo mínimas y al amparo de la nueva regulación, las emisiones de NOx seguirán siendo muy superiores a lo que serían técnicamente factibles. Mientras, la transición al coche eléctrico se lleva al cabo al ritmo deseado por las multinacionales y sin considerar su complementariedad con otras formas de transporte colectivo, más eficientes energéticamente.
Pero lo más grave se encuentra más allá de este escándalo concreto. Nada ha cambiado para abordar las complicidades entre los intereses de las compañías y una Comisión que, prácticamente aislada de la opinión pública, puede torcer y retorcer cualquier norma para aplicarla en el interés de las multinacionales. Esa es la evidencia final, la Comisión se apoya en los expertos de las propias compañías y en la complicidad de unos estados miembros que se limitan a "aplicar" una legislación que fingen no haber acordado. Esta es la UE que nos revela el Dieselgate: una UE a la medida del gran capital europeo.
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