Las pensiones siempre han supuesto un asunto muy complejo y polémico. Complejo porque nuestras comunidades occidentales han diseñado un sistema institucional para el pago de las pensiones muy sofisticado que no resulta intuitivo ni fácil de comprender para quienes no se han adentrado mínimamente en él. Y polémico porque al mover mastodónticas cantidades de dinero resulta un botín enormemente atractivo para el capital –particularmente el financiero–, que intenta por todos los medios socavar las bases del sistema público y poder así “liberar” el dinero para hincarle el diente.
En cualquier caso, cuando hablemos de pensiones nunca podemos perder de vista varias cosas importantes que desgraciadamente se suelen olvidar. La primera de ellas es que lo que verdaderamente importa en este asunto no es la cantidad de dinero que haya o deje de haber (en el sitio que sea) para pagar las pensiones, sino si nuestras comunidades son capaces de garantizar un nivel de vida determinado a todas aquellas personas que por edad o incapacidad no estén recibiendo un ingreso por su trabajo. El dinero no nos da de comer, ni nos viste, ni nos cuida, ni nos educa, etc; todo eso lo hacen otras personas con su fuerza de trabajo y ayudadas por máquinas y herramientas, aunque en este sistema económico monetizado lo hagan a cambio de dinero. El dinero no es ni más ni menos que un invento del ser humano para facilitar y poner en marcha esas transacciones y esos servicios; y como tal, puede ser incrementado o reducido a voluntad o incluso sustituido por otro catalizador y medidor que sirva a tal efecto.
Por decirlo de otra forma: mientras tengamos suficientes personas en nuestras comunidades dispuestas a y capacitadas para realizar las actividades que necesitan los pensionistas para vivir bien (cuidar, proveer de alimentos, medicamentos, ropa, calzado, educación, cultura, ocio, etc), el asunto de ver cómo ponemos a estas personas a trabajar será secundario. Podríamos crear más dinero, o pedir dinero prestado, o incrementar los impuestos, o diseñar nuevos medios de pago, o rearticular nuestro sistema de producción y distribución, etc. El “problema” sería menor, de carácter organizativo, y no de falta de recursos y capacidades.
Ni que decir tiene que éste es el caso de nuestras sociedades desarrolladas: los intensísimos avances tecnológicos experimentados en las últimas décadas permiten que hoy día podamos aspirar a un nivel de vida que difícilmente podíamos imaginar hace unos cuantos años. Somos capaces de lograr verdaderos milagros: ponemos a los robots a trabajar por nosotros y a explorar otros planetas, viajamos a la luna, curamos enfermedades que hace poco creíamos incurables, nos comunicamos en tiempo real independientemente del lugar del planeta en el que estemos, viajamos volando de un extremo a otro del globo terráqueo en unas cuantas horas, accedemos a toda la información y conocimiento con sólo un click, etc. Es más que evidente que nuestra capacidad tecnológica nos permite garantizar un nivel de vida digno a toda la población, incluidos los pensionistas, evidentemente. De ahí que no debamos consentir que nos digan que tenemos que vivir peor que antes, por ejemplo, cobrando menores pensiones, porque no es cierto.
Otra cuestión que suele ser olvidada es que los pensionistas no son las únicas personas que no reciben un ingreso por participar en el mercado laboral. De hecho, las que lo hacen suponen solamente algo más de una persona de cada tres, el 36% de la población. El resto: niños hasta los 16 años, personas inactivas, paradas y jubilados suponen el restante 64%. Es decir, en nuestras sociedades altamente monetizadas basta con que ingrese dinero una de cada tres personas para que todo el mundo pueda vivir. Así ha sido además incluso con porcentajes de ocupación inferiores. Por lo tanto, que nos quede bien claro que las sociedades desarrolladas se mantienen perfectamente aunque las personas que ingresen dinero sean minoría. Claro que hay que tener en cuenta que la inmensa mayoría de las personas inactivas, paradas y jubiladas realizan esas actividades de las que hablábamos que son necesarias para la vida (cuidados, provisión de alimento, de ropa, etc) aunque no cobren ni un solo euro por ello. Por eso no podemos perder de vista que lo importante es el trabajo físico e intelectual que se realiza para que vivamos bien, y no el dinero que se canalice de una u otra forma.
En tercer lugar, resulta que ni siquiera nuestro actual sistema público de pensiones se financia con todo ese dinero que se moviliza en el mercado laboral, sino que se nutre casi exclusivamente de una pequeña parte del mismo: las cotizaciones sociales. Esta figura se calcula a partir de los salarios que los empleadores declaran pagar (que, como sabemos, ni siquiera suelen ser el total de los salarios realmente pagados), por lo que suponen sólo una pequeña proporción de todo el dinero que se moviliza en el mercado laboral. Esto sólo ocurre, por cierto, en 8 de los 28 países de la Unión Europea; en el resto la financiación de las pensiones se complementa con otras fuentes de dinero . En consecuencia, con nuestro sistema actual limitamos voluntariamente la capacidad de pagar las pensiones al volumen y nivel de salarios pagados, dejando al margen todo aquel dinero que se moviliza al margen de los salarios: beneficios empresariales, plusvalías, dividendos, intereses de préstamos, etc. De ahí que tras la brutal caída del número de trabajadores y de la cuantía de los salarios experimentada desde 2009 (así como el incremento de prejubilaciones y de reducción de cotizaciones sociales) el sistema actual se haya vuelto insostenible: ingresa menos dinero de lo que paga en pensiones.
Pero que no nos confundan: el sistema es insostenible ahora porque lo han dinamitado con reducciones discrecionales de cotizaciones sociales y con políticas de austeridad y reformas laborales que han disparado el paro y disminuido los salarios, no porque en esencia el sistema estuviese mal pensado (de hecho, había funcionado siempre bien hasta la aplicación drástica de políticas de austeridad a partir del año 2010). Los grandes capitales financieros en su alianza con los mediáticos llevan desde los años 80 del siglo pasado alertando constantemente de que el sistema de Seguridad Social iba a quebrar en los años siguientes. No acertaron en ninguna de sus innumerables predicciones, y sólo lo hicieron 30 años más tarde y de casualidad cuando irrumpió la segunda crisis económica más profunda del siglo XX. Era una estrategia evidentemente interesada para meter miedo y empujar a la gente a firmar planes de pensiones privados que incrementarían los bolsillos de los propietarios de los bancos. Una estrategia compartida también por los propios gobernantes, que ya hace tiempo legislaron para que todos aquellos que contrataran planes de pensiones privados tuviesen bonificaciones fiscales.
También es imprescindible que dejemos de pensar en términos demográficos cuando hablemos de pensiones. Por muy intuitivo que pueda parecer, no nos debe importar la relación entre número de pensionistas y de trabajadores. Ése es el debate en el que se encuentra cómoda la élite capitalista porque le resulta favorable a sus intereses: le basta con aferrarse al fenómeno del baby boom y al envejecimiento de la población para advertir de la insostenibilidad del sistema público de pensiones y sugerir su privatización. Pero la realidad es que la cantidad de jubilados y trabajadores no define la sostenibilidad del sistema; lo hace la productividad. Si el mismo número de trabajadores crean ahora más producto que antes, serán capaces de atender las necesidades de mayor número de jubilados que antes. Por lo tanto, lo que importa no es tanto la relación entre el número de trabajadores y de pensionistas sino la cantidad de riqueza que sean capaces de generar los trabajadores. Y cuando hablamos de generar riqueza no nos estamos refiriendo a la cantidad de cotizaciones sociales que se pagan en el mercado laboral, sino a la cantidad de necesidades de los jubilados que son capaces de cubrir las personas de nuestra sociedad (trabajadoras dentro del mercado laboral y fuera).
Si imaginamos una comunidad en la que sólo hubiese una persona cubriendo las necesidades de toda la población jubilada, entenderíamos que esa persona tendría muchísimo trabajo por delante porque tendría que proveerles la alimentación, la vestimenta, el calzado, los medicamentos, los cuidados, los productos de consumo, etc. Pero imaginemos también por un momento que el desarrollo tecnológico ha avanzado tanto que nuestro protagonista podría cubrir todas esas necesidades gracias a la ayuda de todo tipo de robots y de máquinas. En ese caso, veríamos claro que lo importante no es la relación entre el número de trabajadores y el número de jubilados, sino la productividad que los trabajadores tengan (la cantidad de bienes y servicios que sean capaces de crear). Y la productividad en nuestras comunidades no ha dejado de aumentar a ritmos vertiginosos gracias al progreso tecnológico: hace cincuenta años el 30% de la población activa española trabajaba en agricultura; hoy únicamente lo hace el 5%, pero ese 5% produce mucho más que el 30% anterior. Y sabemos que el progreso tecnológico continúa liberándonos de grandes cargas de trabajo.
Además, tampoco es que el objetivo de asegurar las pensiones sea muy ambicioso: en nuestro país tenemos un sistema de pensiones públicas muy poco generoso que no requiere demasiado gasto público. Estamos muy por debajo de la media europea: según datos de Eurostat, gastamos 2,3 puntos porcentuales del PIB menos que la media de la Eurozona en pensiones de jubilación (y 0,8 puntos porcentuales menos en el total de pensiones). El 70% de las pensiones pagadas no superan los 1.000 euros mensuales. El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no contributivas están por debajo del umbral de pobreza. Y aunque el gasto total irá aumentando con el tiempo debido a la evolución demográfica, se estima que en 2030 nuestro gasto en pensiones será prácticamente lo mismo que hoy gasta Alemania.
En definitiva: hoy día tenemos capacidad de sobra para cubrir las necesidades de todos los jubilados, ya sea mediante un incremento de ingresos por cotizaciones sociales derivado de un aumento del empleo, mediante la agregación de nuevas fuentes de financiación de las pensiones, o incluso mediante cualquier otro tipo de medio de pago (propio o ajeno a este sistema económico). El problema, como siempre, es político-económico y no técnico, y concretamente de redistribución de la renta y riqueza. Los enemigos de lo público llevan muchos años intentado deteriorar el sistema de pensiones con el objetivo de que gane atractivo su oferta alternativa. Una alternativa basada en planes de pensiones privados gestionados por entidades financieras que, por cierto, sólo sirven para acrecentar las fortunas del capital financiero porque ni siquiera garantizan una rentabilidad mínima al ahorrador: según un estudio de la IESE Business School , de 313 fondos privados de pensiones españoles, 58 tuvieron rentabilidad negativa (los ahorradores perdieron dinero) y 233 tuvieron una rentabilidad mínima, inferior al IBEX-35 y a la deuda pública. Un robo a mano armada (otro más) que no podemos consentir bajo ningún concepto. Salgamos a la calle y expliquémosle a todo el mundo que el sistema de pensiones públicos es perfectamente sostenible si hay voluntad política, que nadie se tiene por qué quedar sin cobrar su pensión pública, y que ni se les ocurra contratar un fondo privado de pensiones.
Eduardo Garzón es economista
* Crónica agradece al autor poder compartir sus opiniones con nuestros lectores
* Creative Commons
Cap comentari :