El verdadero problema educativo es la falta de inversiones en la educación pública. Hablar de reválidas es desviar la cuestión
Los debates sobre la educación que se dan en España esconden muchas mentiras clasistas. Como ponerse poético no significa andar por las nubes, sino buscar la verdad de las cosas, permitidme que hoy aborde el asunto espiritual de la educación desde el punto de vista del dinero. Entender el estado de la educación en España supone entrar en la realidad de los negocios, los recortes, la desigualdad y la crisis.
Por eso tiene un efecto falsificador el que nos centremos en discusiones sobre la reválida de la ESO, la reválida del Bachillerato, la PAU o la selectividad. Los previsibles tejemanejes del Gobierno del PP para reírse de los pactos y las decisiones del Parlamento –quien lo avisó, tiene derecho a insistir–, sólo van a aumentar un ruido provocado hace ya años cuando la derecha española decidió de forma muy consciente degradar la educación pública. La Lomce sólo representa un capítulo más de esa política.
El verdadero problema educativo es la falta de inversiones en la educación pública. Hablar de reválidas es desviar la cuestión y, en el fondo, responsabilizar del naufragio a las víctimas. Parece que los resultados son malos porque los alumnos no quieren estudiar y los profesores ni trabajan ni exigen. Las aulas escolares conforman así un campo de vagos que hace obligada la intervención autoritaria y vigilante del Gobierno. Pero lo cierto es que la educación pública no recibe el dinero imprescindible para que los profesores y los alumnos puedan trabajar en condiciones decentes.
¿Por qué? En primer lugar, porque ha habido un claro interés, como ocurre con la sanidad, en convertir la educación en un negocio en manos de colegios privados y órdenes religiosas. En segundo lugar, porque los procesos de igualdad y movilidad social, si dejamos al margen el robo inmobiliario de los nuevos ricos, tienen como único soporte la educación. Degradar esta raíz pública es una medida clasista de primer orden.
Se trata, además, de una dinámica vivida dentro de una situación paradójica. La decisión de expulsar a las clases medias de la educación pública para favorecer los ingresos de la educación privada se producía en una situación de crisis que debilitaba mucho la capacidad adquisitiva de esas clases medias. Las protestas contra la calidad de la educación pública surgen con frecuencia de familias indignadas porque no tienen dinero para acceder a la educación clasista. Las familias pobres, condenadas cada vez más a la inmovilidad y la exclusión, ni si quiera se consideran con derecho a protestar.
Desde la primera infancia, la política educativa del PP quiere fundar la desigualdad como orden social lógico. La Comunidad de Madrid, por ejemplo, desampara a las Escuelas Infantiles mientras invierte con generosidad en ayudas para los uniformes de colegios religiosos o subvenciona, de manera directa y a través de desgravaciones, a centros que defienden la segregación entre niños y niñas. El ciclo se cierra cuando miles de alumnos no pueden acceder a una licenciatura o un máster universitario por el encarecimiento de las tasas.
El tejido democrático necesita de una educación que permita la movilidad social. Si los herederos de una familia rica acceden a los ámbitos directivos suelen perpetuar de manera lógica el dominio de su casta. La sensibilidad ante los problemas de los desfavorecidos viene de la mano de gente que llega a la toma de decisiones desde realidades humildes. Siempre hay casos particulares, pero no aceptemos la mentira repetida –otra más– de que la victoria de Trump se debe a que los inmigrantes instalados y ya con papeles no quieren la entrada de nuevos inmigrantes. No desplacemos las culpas, olvidándonos de la indignación clasista de los que quieren mantener desigualdades o acceder a los ámbitos rubios del privilegio.
Será muy difícil encontrar soluciones democráticas en el futuro, soluciones que pasan por una política fiscal solidaria y por una intervención en las dinámicas productivas, si perdemos la educación pública (que es la forma más grave de perder la educación). Serán excluidos del sistema y de la ilusión electoral los sectores que deberían apoyar por necesidad las políticas progresistas. Y la sociedad quedará en manos de una población enfadada porque se le exige solidaridad fiscal al mismo tiempo que pierde el poder adquisitivo y la oportunidad de acceder a la élite. Las fortunas se acumulan en pocas manos en perjuicio de todos los matices de la mayoría.
Una última cosa: en una situación muy difícil, la sanidad y la educación pública han resistido los golpes del neoliberalismo salvaje español gracias a la riqueza humana de los médicos, las enfermeras y los profesores. Se puede criticar el sistema, rechazar las medidas del gobierno, llorar ante la prepotencia consumista de la telebasura…, pero cuando uno cierra la puerta de su aula y ve a los alumnos asume toda la responsabilidad de lo que pueda ocurrir en sus vidas. Sé que pasa lo mismo cuando una médico o un enfermero tienen delante a sus enfermos. Pero eso nos conduce ya a hablar de vocaciones y ciudadanía. Y hoy, en medio de Lomces, reválidas, selectividades y excelencias, sólo quería hablar del maldito dinero.
Por eso tiene un efecto falsificador el que nos centremos en discusiones sobre la reválida de la ESO, la reválida del Bachillerato, la PAU o la selectividad. Los previsibles tejemanejes del Gobierno del PP para reírse de los pactos y las decisiones del Parlamento –quien lo avisó, tiene derecho a insistir–, sólo van a aumentar un ruido provocado hace ya años cuando la derecha española decidió de forma muy consciente degradar la educación pública. La Lomce sólo representa un capítulo más de esa política.
El verdadero problema educativo es la falta de inversiones en la educación pública. Hablar de reválidas es desviar la cuestión y, en el fondo, responsabilizar del naufragio a las víctimas. Parece que los resultados son malos porque los alumnos no quieren estudiar y los profesores ni trabajan ni exigen. Las aulas escolares conforman así un campo de vagos que hace obligada la intervención autoritaria y vigilante del Gobierno. Pero lo cierto es que la educación pública no recibe el dinero imprescindible para que los profesores y los alumnos puedan trabajar en condiciones decentes.
¿Por qué? En primer lugar, porque ha habido un claro interés, como ocurre con la sanidad, en convertir la educación en un negocio en manos de colegios privados y órdenes religiosas. En segundo lugar, porque los procesos de igualdad y movilidad social, si dejamos al margen el robo inmobiliario de los nuevos ricos, tienen como único soporte la educación. Degradar esta raíz pública es una medida clasista de primer orden.
Se trata, además, de una dinámica vivida dentro de una situación paradójica. La decisión de expulsar a las clases medias de la educación pública para favorecer los ingresos de la educación privada se producía en una situación de crisis que debilitaba mucho la capacidad adquisitiva de esas clases medias. Las protestas contra la calidad de la educación pública surgen con frecuencia de familias indignadas porque no tienen dinero para acceder a la educación clasista. Las familias pobres, condenadas cada vez más a la inmovilidad y la exclusión, ni si quiera se consideran con derecho a protestar.
Desde la primera infancia, la política educativa del PP quiere fundar la desigualdad como orden social lógico. La Comunidad de Madrid, por ejemplo, desampara a las Escuelas Infantiles mientras invierte con generosidad en ayudas para los uniformes de colegios religiosos o subvenciona, de manera directa y a través de desgravaciones, a centros que defienden la segregación entre niños y niñas. El ciclo se cierra cuando miles de alumnos no pueden acceder a una licenciatura o un máster universitario por el encarecimiento de las tasas.
El tejido democrático necesita de una educación que permita la movilidad social. Si los herederos de una familia rica acceden a los ámbitos directivos suelen perpetuar de manera lógica el dominio de su casta. La sensibilidad ante los problemas de los desfavorecidos viene de la mano de gente que llega a la toma de decisiones desde realidades humildes. Siempre hay casos particulares, pero no aceptemos la mentira repetida –otra más– de que la victoria de Trump se debe a que los inmigrantes instalados y ya con papeles no quieren la entrada de nuevos inmigrantes. No desplacemos las culpas, olvidándonos de la indignación clasista de los que quieren mantener desigualdades o acceder a los ámbitos rubios del privilegio.
Será muy difícil encontrar soluciones democráticas en el futuro, soluciones que pasan por una política fiscal solidaria y por una intervención en las dinámicas productivas, si perdemos la educación pública (que es la forma más grave de perder la educación). Serán excluidos del sistema y de la ilusión electoral los sectores que deberían apoyar por necesidad las políticas progresistas. Y la sociedad quedará en manos de una población enfadada porque se le exige solidaridad fiscal al mismo tiempo que pierde el poder adquisitivo y la oportunidad de acceder a la élite. Las fortunas se acumulan en pocas manos en perjuicio de todos los matices de la mayoría.
Una última cosa: en una situación muy difícil, la sanidad y la educación pública han resistido los golpes del neoliberalismo salvaje español gracias a la riqueza humana de los médicos, las enfermeras y los profesores. Se puede criticar el sistema, rechazar las medidas del gobierno, llorar ante la prepotencia consumista de la telebasura…, pero cuando uno cierra la puerta de su aula y ve a los alumnos asume toda la responsabilidad de lo que pueda ocurrir en sus vidas. Sé que pasa lo mismo cuando una médico o un enfermero tienen delante a sus enfermos. Pero eso nos conduce ya a hablar de vocaciones y ciudadanía. Y hoy, en medio de Lomces, reválidas, selectividades y excelencias, sólo quería hablar del maldito dinero.
* Crónica agradece al autor su generosa decisión, desde casi nuestros inicios, de compartir sus artículos de opinión con nuestros lectores.
Publicado primero en Infolibre
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