Ninguna encuesta, ningún pronóstico, nadie que piense en las generales puede obviar el capítulo catalán que sucederá antes. El ciclo electoral parece diseñado por un maestro del suspense: un carrusel electoral en el que cada jornada tiene aún más importancia que la inmediatamente anterior. Las europeas cambiaron el marco, las municipales liberaron ciudades importantísimas… y ahora vienen las históricas elecciones catalanas justo antes de la traca final de las generales. Ello sucede de la mano de una aparente paradoja: cuando en los ámbitos rupturistas se escucha mucho menos la reivindicación constituyente, en los espacios más reaccionarios del régimen se acepta ya la necesidad de una reforma constitucional que canalice institucionalmente la supervivencia del régimen.
Hay una tesis (que han defendido Antonio Baños en su libro 'La rebelión catalana' e Isaac Rosa en un par de artículos) que es perfectamente razonable según la cual una independencia catalana sacudiría de tal forma la institucionalidad española que sería "lo mejor que le puede pasar a España". Personalmente creo y así lo he escrito que la independencia catalana generaría una debilidad para el sur de Europa (incluida Cataluña) en su confrontación con la Europa germanócrata. Pero es cierto que en los procesos políticos los factores que desencadenan fuertes pasiones populares (y no cabe duda de que una independencia catalana lo sería para España) son una suerte de terremoto que trasciende lo racional, o mejor dicho, lo contable.
Efectivamente la independencia catalana rompería todos los candados. Cambiaría el país, no cabe duda. El Régimen del 78 quedaría definitivamente enterrado y se abriría la puerta de par en par para la construcción de un nuevo país. Tocaría, claro, dar la pelea para que fuera el pueblo quien construyera el nuevo país y no los poderes que llevan saqueándolo 140 años con breve paréntesis.
Cualquier hipótesis sobre qué pasaría es un juego, una apuesta. Pero si tuviera que apostar diría que España, tras una hipotética independencia catalana, reviviría su 1898, esto es, una crisis de identidad que lejos de buscar potenciar una identidad superadora del fracaso se encerrase en la mítica identidad que nos hemos creído desde hace tanto tiempo. Esto es, una melancolía nacional que nos lleve a tiempos barrocos y depresivos, no a una liberación democrática.
¿Por qué lo creo más allá del fácil antecedente histórico? Porque la cuestión catalana en España ha jugado un papel mucho más importante que una mera cuestión territorial. Cabe pensar por qué en España no ha habido un auge electoral de fuerzas xenófobas mientras que en Cataluña tanto CiU como el PP sí han usado el odio al inmigrante como baza electoral y un partido claramente ultra como Plataforma per Catalunya ha llegado a tener bastante éxito. Una posibilidad es que en España los catalanes han jugado el papel de chivo expiatorio que en otros lugares (y en Cataluña) juegan los inmigrantes. La demagogia nacionalista española ha tirado del odio a Cataluña, a todos sus rasgos identitarios y a cualquier reivindicación política o económica catalana y eso toca bajas pasiones en amplísimos espectros populares, incluidos los que se ubican a sí mismos en la izquierda.
No hay muchas razones para pensar que una hipotética independencia de Cataluña llevara a rebajar las pasiones nacionalistas anticatalanas e impulsara proyectos de país emancipadores y fraternales. Es cierto que la ruptura del statu quo actual generaría posibilidades, que cuando se rompe un candado por la puerta puede entrar cualquiera; o salir. Pero es difícil de pensar una ruptura de los candados del 78 más difícil de gestionar para quienes pensamos en un país más libre, justo y fraternal que la ruptura que empezara por la independencia de Cataluña.
Esto, obviamente, da igual a los catalanes. Es más, es una de las razones por la que muchos de ellos, que nunca han sido nacionalistas, tienen ganas de huir de un hogar en el que las arengas demagógicas se nutren de odio a su pueblo. Y tengo claro que el pueblo catalán tiene perfecto derecho a decidir su futuro y que lo que decidieran sus urnas debería ser objeto de una negociación sobre cómo se lleva a la práctica de una forma razonable y justa para todos (como sucede en un divorcio, vaya). Simplemente intuyo que mal haríamos el resto de españoles si no nos preparamos para que, en caso de que la grieta se convierta en frontera, emerja lo más oscuro de los fantasmas patrios. Y esos fantasmas, lo sabemos, son muy oscuros, mucho.
(*) Hugo Martínez Abarca. Miembro de Convocatoria por Madrid y diputado autonómico de Podemos. Es autor del blog Quien mucho abarca.
* Crónica agradece al autor poder compartir con nuestros lectores sus opiniones.
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