En los siglos XVIII y XIX los economistas clásicos analizaban los fenómenos sociales usando una herramienta llamada Economía Política, que expresaba en sí misma el error de analizar por separado los fenómenos económicos (de producción, distribución y consumo) de los políticos (relaciones institucionales de poder). La preocupación de estos economistas, que iban desde Adam Smith hasta Karl Marx, residía en las formas de distribución del excedente económico entre clases sociales. Es decir, otorgaban una importancia nuclear al análisis de las relaciones de producción y de las condiciones materiales de vida de las personas.
Con la llegada de la teoría neoclásica a los centros de estudio (universidades e instituciones de pensamiento) la economía política se vio desbordada por la llamada desde entonces ciencia económica o economics. Desde ese momento la economía se convertiría en un espacio fundamentalmente autónomo de la política y de cualquier otro ámbito social. Ya no importaba la estructura de clases en la sociedad ni tampoco la distribución funcional de la renta, sino que todo quedaba relegado a un análisis instrumental para la asignación de recursos escasos. La economía, vista así, pasaba a considerarse equivalente en rigor y capacidad a cualquier ciencia técnica. Así las cosas, emergía una consecuencia esencialmente política: sería posible formar a técnicos o tecnócratas de lo económico, capaces de gestionar los recursos desde la neutralidad ideológica. Emancipar las instituciones económicas, tales como los bancos centrales, de las decisiones políticas y democráticas sería por lo tanto una decisión correcta.
Curiosamente, casi al mismo tiempo y en el ámbito del análisis político una ola de pensadores también defendía la idoneidad de desconectarse de lo económico. Así, la idea de que existía una autonomía plena de lo político fue haciéndose fuerte entre los pensadores sociales. En la práctica significaba defender la posibilidad de explicar los fenómenos sociales –y también los electorales- sin atender a la estructura económica. La pobreza de esos análisis ha sido tal que ha derivado en meros estudios sobre la comunicación política, sobre el discurso político, sobre el tacticismo electoral y siempre bajo una concepción de la política puramente mercantilista. Es decir, análisis de lo político basados en la existencia de un mercado tanto de oferta (productos, que son los partidos y sus representantes) como de demanda (votos, que son los ciudadanos). Un lugar éste donde la ideología, lo económico y las condiciones materiales de vida de las personas no parecen explicar nada.
He comenzado con las precisiones anteriores porque me parece fundamental desvelar las insuficiencias y riesgos que arrastran los análisis que no aceptan la relación dialéctica que existe entre la economía y la política. No se trata de asumir que el hecho económico es el único hecho determinante, como establecían los estrechos manuales soviéticos. Se trata, más bien, de asumir que el análisis de la coyuntura se encuadra siempre en una estructura económica, y que dentro de ella se produce un juego recíproco de acciones y reacciones entre el aspecto económico y otros factores. Esa es, creo, la mejor tradición de análisis y la herramienta más potente para explicar los fenómenos sociales actuales.
Por eso conviene aclarar que considero imposible entender el momento actual sin atender al menos a tres aspectos. El primero, cómo se ha modificado la estructura social en las últimas décadas. El segundo, cómo ha variado la concepción del mundo de las gentes que conforman nuestra comunidad política. El tercero, cómo se desenvuelve el plano internacional, esto es, las relaciones dentro de la economía mundial. Sostengo que sin estudiar estos tres aspectos de análisis, cualquier intento de interpretar los fenómenos sociales es simplemente construir castillos en el aire.
El análisis de la coyuntura desde la economía política
En primer lugar, las transformaciones del capitalismo en España desde 1978 han sido extraordinarias. El proceso de inserción en la economía mundial, fundamentalmente a través del ingreso en la Unión Europea, ha conllevado un proceso de especialización productiva de nuestra economía así como un acentuado proceso de desindustrialización. Todo ello ha convertido a nuestra economía en dependiente tanto de centros industriales –caso de Alemania- como de la demanda internacional de turismo. La situación de fragilidad de nuestra economía es prácticamente total, con una especialización en sectores de bajo valor añadido y, en consecuencia, con difícil capacidad para elevar los salarios reales de los trabajadores en dichos sectores. En términos de modelo de crecimiento conviene insistir en que la burbuja inmobiliaria y el llamado milagro económico sólo fueron posibles gracias al elevado endeudamiento privado y la financiación por parte del sistema financiero privado internacional (especialmente bancos alemanes y franceses). Ambos fenómenos se retroalimentaban en un juego de relaciones económicas simbióticas consentido y promovido desde la propia Unión Europea.
Esa dinámica económica ha ido modificando claramente la estructura social del país. Al fin y al cabo, España no ha estado ajena a la transformación social ocurrida en todos los países capitalistas de Occidente en los que las formas de organización fordista han ido dando paso a formas posfordistas. Hasta tal punto que podríamos sostener que en nuestro país conviven hoy y al mismo tiempo dos sociedades antagónicas. Una es de carácter fordista, caracterizada por la seguridad laboral, los contratos indefinidos, la garantía de cobro de futuras pensiones y, en esencia, certezas económicas y vitales. La otra sociedad es de carácter posfordista, caracterizada prácticamente por todo lo contrario: los contratos temporales, parciales y de absoluta precariedad, la ausencia de propiedades y la incertidumbre respecto al futuro económico y vital. A ello hay que añadirle el análisis generacional, en tanto que la mayoría de los jóvenes caemos en la sociedad posfordista mientras que nuestros padres viven aún en la sociedad fordista. Estos fenómenos han sido a veces analizados como el fin de la clase media y la existencia de una ruptura generacional. Estoy de acuerdo, con matices, con tales tesis.
En segundo lugar, todos esos fenómenos económicos han modificado la concepción del mundo de las personas. ¿Cómo va a pensar la política y la economía de la misma forma quien cobra dos mil euros, tiene una vivienda en propiedad y veintitantos años cotizados que quien vive a salto de mata y sólo contempla la posibilidad de emigrar para intentar sobrevivir? Ello afecta, en consecuencia, a los relatos políticos, tales como los dominantes desde 1978 y la Cultura de la Transición, y también a los relatos vitales, tales como el famoso vivirás mejor que tus padres. Algo que es por cierto transversal políticamente, dado que afecta a izquierda y derecha de las organizaciones tradicionales. No es de extrañar, entonces, que uno de los motores de cambio sean las personas jóvenes que buscan nuevos relatos políticos así como oportunidades vitales. La creencia en lo tradicional se apaga y emerge la necesidad de la alternativa.
En tercer lugar, el plano internacional y cómo se desenvuelve la economía mundial también importa. Ya no estamos en los años inmediatos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, y actualmente son muchos las economías nacionales que compiten internacionalmente por un hueco en el mercado. Además, en las últimas décadas el dominio casi absoluto del capital financiero sobre la economía productiva y la política ha convertido a la economía mundial en terreno abonado para las crisis financieras. Las últimas inyecciones billonarias de liquidez al sistema financiero no es sino la enésima prueba de ello. Pero, también, la crisis económica de los países del sur ha sido aprovechada como oportunidad política para un mayor ajuste neoliberal. Un ajuste caracterizado por una nueva vuelta de tuerca consistente en procesos de desregulación, privatización, reformas laborales ampliamente regresivas y reformas de adelgazamiento del Estado en general.
Ello puede entenderse mejor si atendemos al verdadero proceso constituyente que ha dominado toda Europa en las últimas décadas. Un proceso que tiene como objetivo adecuar las instituciones políticas y jurídicas a las necesidades del capitalismo financiarizado y globalizado. Así es como debemos entender el Tratado de Maastricht, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, la fracasada Constitución Europea –recuperada en el Tratado de Lisboa- y el futuro Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos. Pero no sólo. La reforma del artículo 135 de la Constitución Española así como las reformas financieras, laborales, de las instancias del Estado y las administrativas son también parte del mismo proceso constituyente. Todo ello inserto en un escenario donde la economía se ha alzado como reina y ama de la política, dejando así a los gobiernos institucionales como meros apéndices del poder y, en el mejor de los casos, como pequeñas molestias desorganizadas.
Hablamos de un proceso constituyente dirigido por las oligarquías económicas y políticas de la Unión Europea, pero que necesita destituir a su vez el orden social e institucional precedente, es decir, el conocido como Estado Social. Precisamente eso es lo que está en juego en este momento en todo el sur de Europa, también en España. Y es la destrucción de esas conquistas sociales, que es una destrucción progresiva pero aparentemente imparable, la que ha provocado la reacción de la sociedad en diferentes formas. Con formas que ya predijo el propio Karl Polanyi con su tesis del doble movimiento.
El aspecto político del proceso
El hito del 15M fue, a todas luces, la manifestación de la frustración de la gente ante un proceso que aunque era imperceptible para la mayoría sí que provocaba efectos más que evidentes en sus vidas cotidianas. El paro, la precariedad y los desahucios alimentaban la conciencia de las gentes sencillas y corrientes, los de abajo, pero también el hambre, la miseria y la desigualdad amenazaban con convertir el escenario social en un hervidero.
El Fondo Monetario Internacional lo sabía, y por eso en su informe de Agosto de 2013 sobre España alertó sobre el riesgo de estallidos sociales y sobre el riesgo del desplome del bipartidismo. Era el verano en el que las mareas estaban demostrando su fuerza contra las privatizaciones y en defensa de los servicios públicos. También las marchas de la dignidad buscaban encontrar nuevas herramientas de organización al margen -o en el mejor de los casos junto con- los partidos políticos tradicionales y sindicatos. Ante ello, el Gobierno respondió en pocos meses con una Ley Mordaza y con mayor represión.
La irrupción de Podemos en la primavera de 2014 pilló al Régimen y las instituciones internacionales por sorpresa, obligándoles a reaccionar. La Casa Real fue la primera, con un lifting de restauración borbónica. Las grandes empresas y las grandes fortunas buscaron nuevas formas de responder, desde la política, a la canalización de la rabia y frustración que estaba haciendo la izquierda, ahora con porcentajes de estimación de voto que superaban el 25%. Así vino el apoyo empresarial y del Régimen a nuevas fuerzas políticas de restauración. Una restauración política que, en el seno del Estado, supondría la consolidación del neoliberalismo como forma de vida y del proceso constituyente neoliberal como forma institucional.
Este es el punto aproximado en el que nos encontramos en la actualidad. Con fuerzas sociales y políticas de transformación ofreciendo una alternativa al Régimen –en su aspecto más político- y al capital financiero europeo –en su aspecto más económico. Y con una fuerte respuesta de ambos enemigos, que es lo que son, tanto en Grecia como en España.
En esta tesitura sólo hay una oportunidad para la mayoría social: la Unidad Popular. El 24M ha emergido como segundo hito político, tras el 15M, para revelar la potencialidad que tiene la unidad popular como fuerza de desborde de las fuerzas políticas del bipartidismo y del Régimen en general. Sólo en las elecciones municipales, y particularmente en ciudades con presencia de candidaturas de Unidad Popular, ha sido posible romper la espina dorsal del bipartidismo. En los procesos autonómicos ha sido imposible. Conviene, además, saber distinguir entre los partidos del Régimen y el Régimen mismo, que suma a las nunca neutrales instituciones del Estado.
La Unidad Popular no es, por lo tanto, una herramienta para la maximización de actas de diputados. Tampoco es una consigna electoral. Es, por el contrario, el único instrumento posible para la salvación de una sociedad y una comunidad política que se está disputando una forma de vida. No sólo en el Estado español. Se trata de escoger entre la consolidación del neoliberalismo, facilitado por un futuro triunfo del bipartidismo, o entre la constitución de una alternativa económica y social construida desde la ruptura democrática y desde abajo. Desde las entrañas de una sociedad que demanda pan, trabajo, techo y dignidad. Reiteremos nuestro llamamiento a la altura de miras ante un momento político crucial para la historia de los pueblos de Europa.
* Alberto Garzón es economista y diputado por Málaga de Izquierda Unida, candidato por Izquierda Unida a la Presidencia del Gobierno
* Crónica agradece al autor poder compartir sus opiniones con nuestros lectores
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