Camp de Túria - Notícies -
Sant Antoni, L'Eliana, Bétera, Riba-roja, Pobla de Vallbona, Serra, Benissanó, Olocau, Llíria, Gàtova, Nàquera, Vilamarxant......

Seccions del Crònica

Pots buscar açí en el diari

Quisiera ser más alto que la luna… Magazine

El tamaño sí importa; cuanto más grande, mejor. Resulta que, a la hora de comprobar quién posee más poder, quién es el más fuerte o quién es el mejor, una técnica muy recurrida a lo largo de la toda la historia es el método de la comparación: ante dos objetos de la misma naturaleza, el más grande, gana. Ya era así en la época prehistórica, y lo sigue siendo ahora.
Portada: Yellow Moon © Halfrain
Esto se debe a que nuestros instintos básicos, el afán de sobrevivir y evolucionar como especie, nos conducen a querer ser mejores cada vez, a superarnos día a día, y a querer ser reconocidos y admirados en sociedad. Nuestro yo interno siempre clama un “¡miradme!¡yo más!¡yo mejor!”, y se pavonea ante el resto de humanos cual ave real exhibiendo su azulado y bello plumaje. Al fin y al cabo, somos seres sociales y ansiamos la aprobación del grupo, pertenecer a la sociedad y demostrar nuestra valía frente a la de los demás.
Por tanto, vivimos rodeados de una multitud de yos individuales cuya autoestima, cuyo ego, les impulsa a ser mejores que el resto de mortales aunque sea en un aspecto tan trivial como la capacidad de mover las orejas o elevar una sola ceja. Y todo esto, simplemente, sucede por la necesidad que tenemos de engrandecer nuestro orgullo y amor propio, de reafirmar que somos capaces de hacer algo; de demostrar que somos capaces de evolucionar, de mejorar, de perdurar, de sobrevivir: de mantener a nuestro ego feliz. Porque se trata de eso, de esa voz que nos sigue susurrando “¡yo más!¡yo mejor!”, y que nos acompaña desde hace millones de años. Si no hubiese sido por ese afán de ir más lejos, seguiríamos viviendo en las cavernas y jamás hubiésemos sido capaces de llegar a pisar la Luna.
Mehir Tuttiricchiu – Villa S. Antonio © Superale2008
Si nos remontamos al inicio de nuestra especie, descubrimos que nuestros antepasados eran capaces de recorrer largos caminos hasta montañas lejanas, con el único propósito de tomar la roca más grande que encontrasen para, simplemente, plantarla en un lugar que le era ajeno, a quilómetros y quilómetros de distancia de su origen, creando así un hito en el paisaje. Debía suponer un gran esfuerzo y un increíble trabajo en grupo el transportar dicho macizo rocoso con la rudimentaria tecnología de la época (muchas teorías apuntan a que desplazaban las rocas sobre troncos que iban rodando sobre el suelo); pero debía ser de gran relevancia para ellos, puesto que, sea por motivos de creencias u otros, a pesar de todos los obstáculos que se pudiesen encontrar por el camino, eran capaces de conseguirlo. Al final, el resultado  obtenido era un menhir que, firme y erguido, quedaría dominando el paisaje, la llanura; comunicando a los forasteros el poder, fuerza y valor de aquellos que consiguieron situarlo en ese lugar, y retándoles a superar la hazaña.
Pero el menhir solo fue el inicio; un primer gran paso que esbozó el camino hacia lo más alto. Un camino por el que las grandes civilizaciones de todas las épocas siempre se han paseado,   elevándose cada vez más en el horizonte, con el fin de demostrar su valor y exhibir su poder; y así, acercarse cada vez más a los dioses, acariciar el Sol, besar la Luna o rascar el cielo.
Como prueba de ello podemos admirar los zigurat babilónicos o las grandes pirámides egipcias, mayas o aztecas, todas ellas apuntando a las estrellas. Construcciones envueltas en auras místicas y rituales de tiempos muy lejanos, que ansiaban ser el nexo de unión entre el cielo y la tierra, entre lo mundano y lo divino, entre lo efímero y lo eterno; y a su vez, no dejaban de exponer al mundo la grandeza de su cultura y su poder.
Pyramids © Jay8085
Sin embargo, ya nos advierte la historia antigua que este ego conlleva sus riesgos. El Antiguo Testamento nos relata la historia de la Torre de Babel. Los habitantes de Babilonia querían alcanzar a Dios y, por ello, quisieron construir la torre más alta jamás vista. Ante tal osadía, Dios castigó a los descendientes de Noé, provocando una gran confusión entre todo su pueblo e impidiendo, así, que se diera la coordinación necesaria para acabar dicha torre.
No obstante, bien es sabido que no aprendemos de nuestros errores y que, cuando tropezamos con una piedra, más pronto o más tarde, volveremos a toparnos con ella. Y es, justo esa capacidad de insistir, ese acto reflejo de hacer algo cuando nos ordenan justamente lo contrario, lo que hizo que, a pesar del pasado y a pesar del peligro, siguiéramos intentándolo.
Pasaron los años, y los mismos hijos de Dios volvieron a suspirar por las alturas. El maravilloso Gótico se abrió paso en Europa; se irguieron fabulosas estructuras que, una vez más, apuntaban a lo más alto. Las ciudades competían entre sí por construir la iglesia más altiva, la más sorprendente; se trataba de recrear el Reino de los Cielos, la casa de la luz, de Dios, tras los siglos anteriores de estilo Románico, tosco y pesado, con diminutas aperturas que se traducían en interiores oscuros, húmedos y poco ventilados.
Cathedral Notre Dame, Chartres © Elliot Brown
La evolución hacia el gótico se hizo posible gracias a los avances estructurales. El arco apuntado y la bóveda de crucería permitieron reducir los empujes laterales respecto al arco de medio punto y la bóveda de cañón y, también, aumentar la altura. Las fuerzas horizontales se transmitían a los arbotantes y contrafuertes; lo que permitió generar elementos más esbeltos y estilizados, consiguiendo pasar de un sistema completamente murario, a otro más cercano a un sistema de soportes. Por ello, al reducir la masa y dimensión de la estructura, se consiguió abrir huecos más grandes, generando así espacios completamente novedosos que dirigían la mirada hacia las alturas, llenos de luz y múltiples matices de color, gracias a las cromáticas cristaleras que se dispusieron para tapar las ventanas.
Los nuevos elementos, al ser más esbeltos, potenciaban la verticalidad y la altura, lo cual se acentuaba más aun con las agujas que coronaban el conjunto. El objeto final, era una obra en la que primaba la voluntad de elevarse hacia el cielo y llegar a rascarlo; pero no solo a rascarlo, no lo olvidemos, sino a rascarlo más y mejor que el resto de iglesias y catedrales que se construyesen. Y así, a base de prueba y error, consiguieron poco a poco ir aumentando la esbeltez y alejarse más del suelo.
Durante los siglos venideros, el gótico pasó a ser un estilo despreciado, pues recordaba a los tiempos de opresión de la razón y del hombre, a épocas oscuras e insalubres. Seguían alzándose los edificios, pero ya no primaba la verticalidad, sino que la atención se derivó hacia otros temas, en los que, no obstante, se seguía compitiendo bajo la consigna del “¡yo más!¡yo  mejor!”.
No fue hasta el siglo XIX cuando los rascacielos finalmente empezaron a germinar. Su nacimiento fue posible gracias a los nuevos avances técnicos y a nuevos inventos; destacando, especialmente, la mejora de las propiedades del hierro y la aparición del ascensor y las bombas de agua.
1871. Alguien en un despiste deja caer una chispa al suelo y, de súbito, el fuego estalla y se escampa por toda la ciudad. Chicago arde en llamas; el calor consume, en un solo suspiro, la gran urbe de madera. Esta situación trágica, brindó a Chicago la oportunidad de renacer de sus cenizas con una nueva imagen, proporcionando a los jóvenes arquitectos un lienzo en blanco sobre el que esbozar una nueva ciudad basada en los principios de la arquitectura moderna. La construcción de los nuevos edificios se enfocó desde una nueva perspectiva; se quería evitar, a toda costa, que el triste episodio se repitiese, por lo que se utilizaron nuevos materiales, y se cambió la normativa urbanística con el fin de garantizar un mejor funcionamiento de la ciudad ante otro incendio o emergencia. Es a partir de ahí cuando aparecieron las características escaleras de incendios que dan imagen a las calles de Chicago.
Home Insurance Building © Chicago Architectural Photographing Company
El primer rascacielos, el Home Insurance Building, obra de William Le Baron Jenney, se construyó en esa misma ciudad en 1884. Constaba de diez plantas, y fue el primer edificio en incorporar el acero estructural. Tras su construcción, la carrera hacia las alturas volvió a acelerarse, tomando un ritmo cada vez más vertiginoso.
Se volvió a desafiar a la gravedad y, una vez más, los países entraron en competición para demostrar quién disfrutaba de los mejores avances técnicos, del mejor diseño, de la torre más alta y, resumiendo, de mayor poder. No obstante, tanto en Chicago como en Europa en general, las ordenanzas limitaban las alturas de los edificios, por lo que otra ciudad que carecía de dichas limitaciones, empezó a elevarse en el panorama mundial: Nueva York.
En ella, y más concretamente en Manhattan, se produjo una codiciosa y polémica competición entre el Trump Building y el Chrysler Building, por conseguir el título del edificio más alto del mundo. Ambos edificios fueron inaugurados el mismo año, y el primero gozó de unos pocos meses de gloria antes de que los propietarios del Chrysler Building descubrieran su secreto mejor guardado. La aguja que corona el edificio no se hizo pública hasta poco antes de su colocación, y fue el elemento que permitió a este conjunto ser, no solo el edificio más alto, sino también la estructura más alta del mundo, superando a la Torre Eiffel. Finalmente, en 1831, un año más tarde, otro gran conocido superó su altura; nada más y nada menos, que el Empire State Building con sus 443m, el cual conservó el título durante más de cuarenta años.
Emire State Bulding © ToonariPost
Los egos seguían creciendo en el horizonte, y otras ciudades ansiaron ser más, ser mejores, llegar más alto. Los rascacielos empezaron a ser comunes en las ciudades más importantes de muchos países y se alzaban, como los antiguos menhires, reclamando atención y queriendo ser un punto importante, un hito que atrajese a curiosos y negocios, un faro para la prosperidad. El frenético ritmo no cesaba, cada vez los edificios se construían más altos; el Taipei 101, las Torres Petronas o la Torre CN son solo algunos ejemplos que evidencian la feroz competencia por conseguir acercarse más y más a las nubes.
Sin embargo, esta acelerada carrera se vio frenada bruscamente a principios del nuevo siglo. Con el atentado a las Torres Gemelas, el mundo de los rascacielos sufrió un duro golpe en la entrepierna. Se hirió donde más duele: en el orgullo. A escala global, el deseo de las alturas se vio afectado; pues, al querer destacar más entre la multitud, al mismo tiempo existe un riesgo: se está más expuesto, se es más vulnerable. Se llegó a entender que, todo lo que sube, baja.
El miedo a sobresalir silenció durante unos años la codicia del hombre. Nos volvimos a sentir como los confusos habitantes de Babel, impotentes ante circunstancias ajenas a nosotros, que nos volvían a advertir que no debíamos ir tan lejos, que nuestros actos tenían consecuencias. Llegamos a tocar el cielo, a pisar la Luna; pero como Ícaro, nos derrumbamos sin poder hacer nada para evitarlo.
Pasaron unos años, y el miedo se fue desvaneciendo poco a poco. Se limpiaron los escombros, y en el mismo lugar en el que cayeron, volvieron a alzarse. Un nuevo y ambicioso proyecto se propuso para el World Trade Center y, desafiante, exhibe el valor de aquellos que no se rinden. Finalmente, el ritmo volvió a acelerarse una vez más y Dubai apareció en el mapa, autonombrándose, una y otra vez, campeona de las alturas.
Memorial 11S
Sin embargo, allí donde caímos reside nuestra huella, y se respira silencio y respeto. En el mismo lugar en el que se alzaban las Torres Gemelas, hoy en día, se aprecian dos profundas fosas que lloran y que recuerdan a aquellas dos hermanas que miraban al resto del mundo por encima del hombro. Dos increíbles vacíos que nos invitan a reflexionar sobre nuestro ego, nuestro orgullo y nuestras ambiciones.
Mientras tanto, a su alrededor, otros grandes edificios proyectan sus sombras y reflejos, y nos hacen volver a elevar la mirada. Y en nuestro interior, seguimos escuchando esa voz que nos anima a seguir intentándolo, y que nos sigue susurrando “¡tú más!¡tú mejor!”.

Autora : desde nuestros amigos de Mitos

NURIA FORQUÉS PUIGCERVER

Estudiante de último curso en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Valencia.
Creative Commons




Publicat per Àgora CT. Col·lectiu Cultural sense ànim de lucre per a promoure idees progressistes Pots deixar un comentari: Manifestant la teua opinió, sense censura, però cuida la forma en què tractes a les persones. Procura evitar el nom anònim perque no facilita el debat, ni la comunicació. Escriure el comentari vol dir aceptar les normes. Gràcies

Cap comentari :

Mastodon NotaLegal